viernes, 30 de abril de 2010

estacas

(sin parada, en el momento previo a recuperar el habitual ritmo de marcha)

Para ponerme otra vez a velocidad de crucero, me sirve como fuerza impulsora la que recibí con el mensaje de N. Nada nuevo. Pero la virtud de los grandes mensajes es ésa: que no necesitan ser nuevos para seguir manteniendo intacta y activa toda su capacidad de servir de estímulo. Lo único necesario es volver a tenerlos presentes y tratar de aplicarlos a la vida lo mejor posible.
La vida supone un cambio constante y, para crecer, hay que estar dispuesto a cambiar. No siempre es fácil: en el intento se presentan numerosos problemas que es difícil superar... En muchas ocasiones, estas dificultades son un reflejo de las estacas que no nos dejan avanzar. Generalmente, esas "estacas" no son otra cosa que barreras mentales con las cuales seguimos creciendo sin llegar a superarlas. Como dije, nada nuevo. Jorge Bucay escribió un cuento que ilustra a la perfección el poder de las estacas:
EL ELEFANTE ENCADENADO
Cuando yo era pequeño me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. Me llamaba especialmente la atención el elefante, que, como mas tarde supe, era también el animal preferido por otros niños. Durante la función, la enorme bestia hacía gala de un peso, un tamaño y una fuerza descomunales… Pero después de su actuación y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que aprisionaba sus patas.
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y huir.
El misterio sigue pareciéndome evidente.
¿Qué lo sujeta entonces? ¿Por qué no huye?
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Cuando tenia cinco o seis años, yo todavía confiaba el la sabiduría de los mayores. Pregunté entonces a un maestro, un padre o un tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado.
Hice entonces la pregunta obvia: Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan? No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo, olvidé el misterio del elefante y la estaca, y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho esa pregunta alguna vez.
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Hace algunos años, descubrí que, por suerte para mí, alguien había sido lo suficientemente sabio como para encontrar la respuesta:
El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy, muy pequeño.
Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que, en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era demasiado dura para él.
Imagine que se dormía agotado y que al día siguiente lo volvía a intentar, y al otro día, y al otro… Hasta que, un día, un día terrible para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Ese elefante enorme y poderoso que vemos en el circo no escapa porque, pobre, cree que no puede.
Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer.
Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo.
Jamás, jamás intentó volver a poner a prueba su fuerza…


Ese elefante se parece a muchos de nosotros que creamos estacas mentales: yo no puedo, yo no sirvo para eso, yo nunca lo lograré, nadie lo ha hecho, siempre lo hemos hecho así ...y podríamos llegar a elaborar una larguísima lista de estacas o barreras mentales que no nos permiten ir más allá. Son muchos hoy los que se sienten encadenados a relaciones disfuncionales, a trabajos o empleos que no les gustan, a adicciones que no pueden controlar, a malos hábitos que esclavizan, y esto genera insatisfacción, frustración, ira, enojo, tristeza, miedo... entre otras emociones y estados de ánimo.
Todo esto que se produce en el ser se debe, básicamente, al desconocimiento de su propósito en la vida. Cuando desconoces tu propósito, tu vida pierde significado, te sientes inútil. Hay una frase que se muestra muy reveladora en este sentido: "El propósito te mantiene motivado, con energía, listo y enfocado".

Cuando descubres tu propósito, te das cuenta de que eres capaz de hacer muchas cosas que pensabas que no podías hacer. Cuando descubres tu propósito, puedes fluir libremente en las capacidades y talentos que tienes. Cuando descubres tu propósito, puedes cambiar y vivir una vida más satisfactoria.
Es el camino de la LIBERTAD. Y hoy es el mejor día para cambiar, para soltar las estacas y comenzar a vivir, a soñar, a sentir el ser volando en libertad.

"Si hiciéramos todo lo que somos capaces de hacer, quedaríamos realmente sorprendidos".
(Thomas A. Edison)

cuando los ojos no ven ni los oídos oyen

(sin parada, en un momento en que reduzco el habitual ritmo de marcha)

Hay ocasiones en que el viaje pide una parada en condiciones para descansar, mientras que, en otras ocasiones, se puede tomar un breve respiro simplemente disminuyendo la velocidad a la que se viaja. Creo que éste es un buen momento para ello. Sobre todo, por un par de toques de atención recibidos de personas a las que les importo. Digo "toques de atención" aunque ellas no imaginan hasta qué punto sus mensajes eran necesarios (imprescindibles, incluso) en el momento de recibirlos. Pero se ve que hay quien tiene el don de la oportunidad aun sin ser plenamente consciente de ello... Ante esto sólo puedo decir: ¡Gracias por haberlo empleado en mi favor!
Y por este motivo, debo dejar claro que este post y el siguiente no van a ser de cosecha propia, sino un efecto espejo... es decir, un intento de reflejar el bien recibido por si pudiera servir del mismo modo a alguno de mis queridos compañeros de viaje.

Comenzaré con la historia que I ha querido compartir conmigo. Se trata de un hecho real, ocurrido en Washington en la mañana del 12 de enero de 2007. Un músico callejero se instala en la entrada L'Enfant Plaza del metro de la ciudad. Se trata de un violinista que durante 43 minutos interpreta un repertorio con una pieza de Bach, el Ave María de Schubert, música de Manuel Ponce, de Massenet y, de nuevo, Bach. Hacia las 8 de la mañana, la estación del metro bulle en plena actividad: es hora punta y pasan cientos de personas, casi todos camino a sus trabajos. A los 3 minutos, un hombre de avanzada edad reparó en el músico. Aminoró su paso, se paró por unos segundos y emprendió de nuevo su marcha. Un minuto más tarde, el músico recibió su primer dólar: sin parar, una mujer lanzó un billete en la caja del violín. Unos minutos más tarde, un individuo se detuvo por unos instantes a escuchar; pero al mirar su reloj empezó de nuevo a andar apresuradamente… se le estaba haciendo tarde. El que prestó mayor atención fue un pequeño de unos 3 años. Su madre lo cogió y tiró de él, pero el pequeño seguía escuchando al violinista. Finalmente, su madre lo agarró con más fuerza y siguieron andando. El pequeño, ya puesto en marcha, seguía mirando al músico con la cabeza vuelta. Durante los 43 minutos en que el músico estuvo tocando, tan sólo hubo 7 personas que se pararon para escucharlo brevemente. En total, logró reunir 32 dólares. Nadie prestó especial atención cuando el músico dejó de tocar. Nadie aplaudió. Entre las más de mil personas que pasaron por delante de él, nadie lo reconoció. Nadie pensó en que Joshua Bell (link aquí) era el violinista del metro. El mismo Joshua Bell que es reconocido como uno de los mejores violinistas del mundo. En los pasillos del metro interpretó partituras de gran belleza musical y lo hizo con su Stradivarius del 1713, valorado en 3 millones y medio de dólares. Dos días antes de este acontecimiento, ya no quedaban entradas a la venta para su concierto en el teatro de Boston. Y los tickets costaban casi 100 dólares. Sin embargo, nadie apreció en una medida proporcional la actuación gratuita en el metro de Washington.

Esta actuación realizada de incógnito en la estación de metro de Washington a cargo de Joshua Bell fue un experimento organizado por Washington Post para investigar la percepción, el gusto y las prioridades de la gente. Las preguntas que se habían planteado para el experimento eran éstas:
- ¿Podemos en un ambiente cotidiano, a una hora inusual, apreciar la belleza?
- ¿Nos pararíamos para apreciarla?
- ¿Podemos reconocer talento en un contexto inusual?
Está visto que cada vez más hemos desarrollado dependencia a luces de neón, sensacionalismos varios o focos dirigidos para "saber" a qué debemos prestar atención y a qué no.
Una de las posibles conclusiones después del experimento podría ser: Si no nos tomamos el tiempo necesario para detenernos y escuchar cuando uno de los mejores músicos del mundo está tocando una de las más bellas partituras, ¿cuántas otras cosas extraordinarias nos estamos perdiendo al no saber apreciarlas?

Cada cual deberemos reflexionar en ello...

Dejo a continuación el vídeo-resumen del evento.

domingo, 18 de abril de 2010

laberínticas perspectivas

(91ª parada)
"(...) Ahora sólo conozco en parte; pero llegará el momento en que conoceré perfectamente, de la misma forma en que también fui conocido".
(1ª Carta de Pablo a los Corintios, cap. 13: 12)

Permíteme que comience con un relato que seguro que ya conoces:
Había una vez un campesino chino, pobre pero sabio, que trabajaba la tierra duramente con su hijo. Un día, el hijo le dice:
- ¡Padre, qué desgracia! El caballo se ha soltado y ha escapado.
- ¿Por qué lo llamas desgracia? -respondió el padre- Veremos lo que trae el tiempo...
A los pocos días, el caballo regresó, acompañado de otro caballo.
- ¡Padre, qué suerte! -exclamó esta vez el muchacho- Nuestro caballo ha traído otro caballo.
- ¿Por qué lo llamas suerte? -repuso el padre- Veamos qué nos trae el tiempo...
En unos cuantos días más, el muchacho quiso montar el caballo nuevo. Y éste, no acostumbrado al jinete, se encabritó y lo arrojó al suelo. El muchacho se rompió una pierna en la caída.
- ¡Padre, qué desgracia! -exclamó ahora el muchacho- ¡Me he roto la pierna!
Y el padre, retomando su experiencia y sabiduría, sentenció:
- ¿Por qué lo llamas desgracia? ¡Veamos lo que trae el tiempo!
El muchacho no se convencía y se lamentaba mucho postrado en su cama. Y más que por el dolor, que se fue atenuando, por el hecho de no poder trabajar junto a su padre en el campo. Pocos días después, pasaron por la aldea los enviados del rey reclutando jóvenes para llevárselos a la guerra. Vinieron a la casa del anciano, pero como vieron al joven con su pierna entablillada, lo dejaron y siguieron de largo.
El joven entendió en ese momento que no podemos tener certeza absoluta en nuestra interpretación de los avatares de la vida, por evidente que parezca, pues carecemos del conocimiento de todos los elementos que los componen y tampoco sabemos qué sucederá en el futuro.


A veces me he preguntado dónde está la sabiduría de un padre que no es capaz de dar respuestas a las intuiciones (erróneas o ciertas) de su hijo. Luego, he querido comprender que su sabiduría debe de estar situada en un concepto más bien socrático de lo que es saber ("sólo sé que no sé nada"). Y tengo la impresión de que ese "nada" no es poca cosa. Es, al menos, tener asumida la propia ubicación en el interior de un laberinto de desconocidos recorridos. Y no es lo mismo posicionarse en la certeza del laberinto que posicionarse en un laberinto de certezas... Cuán difícil es dilucidar a priori la bondad o maldad, la oportunidad o inoportunidad, la sazón o desazón de las cosas que azarosamente suceden o incluso de las que voluntariamente se eligen. Y con qué frecuencia llega a ocurrir que ante una decisión que se cree bien pensada se topa uno ante un callejón sin salida en medio del laberinto y, al contrario, el más desesperado y desesperante de los itinerarios llega a ser premiado con un camino expedito que permite un avance dichoso. Contingencias de la vida... No hay forma de saber lo que nos concederá el futuro. Pero, a pesar de todo, lo más sabio que sí podemos hacer es utilizar toda la información que tenemos en nuestras manos para elegir el mejor camino que sea posible. No es una garantía de éxito, pero sigue siendo lo mejor que se puede hacer. Lo mejor, no siempre lo más sencillo: se precisa una gran dosis de entereza para seguir este camino cuando en el laberinto también se pueden escuchar numerosos cantos de sirenas (llámense prejuicios, llámense reticencia y resistencia al cambio, llámense miedos, llámense irracionalidades, llámense indolencias... llámense como se llamen).

Te voy a contar una experiencia literalmente laberíntica que recuerdo del último verano. Mi madre, mi hermana y sus hijos (mis sobrinos) vinieron a pasar unos días en la ciudad en que vivo. Aprovechamos la tarde de uno de estos días para visitar un parque coruñés a la orilla del mar. Cerca de una zona de juegos infantiles del parque hay un laberinto vegetal, una obra de jardinería que permite el paseo por su interior. En un momento de la tarde, vi que mi hermana y mi madre estaban sentadas a la puerta de acceso al laberinto y les pregunté por mis dos sobrinos a quienes no veía en la zona de juegos. Parece ser que se habían aventurado en el laberinto y llevaban algún tiempo sin asomar la cabeza. Bueno... habiéndose presentado tal oportunidad, cual ovillo rescatador de Ariadna, el tío salvador acude al socorro de sus perdidos sobrinuelos. Después de deambular un buen rato, me los encuentro en el interior casi asustados de tan perdidos. "Tranquilos, aquí está el supertío", creo yo que van a pensar en cuanto me ven. Sin embargo, la operación rescate no fue tan espectacular como yo había pretendido. Al cabo de un rato, la mano de mi sobrina (la mayor de ambos) aprieta la mía y me dice, bastante divertida a costa de mi ridículo: "Tío, ¿tú también te has perdido, verdad?". Difícil esconder, incluso a una niña de seis años, que pasar por el mismo lugar varias veces y cruzarse con las mismas personas otras cuantas no es síntoma de saber lo que se está haciendo si se trata de salir de un laberinto. En fin... recuerdo que le respondí algo así como: "Nooooo, ¿no ves que me voy fijando en la sombra y así sé por dónde vamos? Sólo estoy probando una cosa, por eso doy vueltas...". Creo que no se me ocurrió mejor tontería para tratar de tranquilizar a los dos peques, si bien el nerviosismo estaba empezando a ser todo mío y el jolgorio todo suyo. Pero, como bien está lo que bien acaba, puedo decir que ahora estoy aquí escribiendo esto, así que sí: ¡salí del laberinto! No sé cómo, pero encontramos la salida. Sí: la sombra algo ayudó, pero el azar puso su mayor parte en el éxito.

Peligrosos lugares, los laberintos, por lo fácil que es perderse en ellos. La literatura, las empresas humanas, los mitos en general han estado trufados de laberintos. Con sus héroes que se aventuran en ellos, sus arquitectos, sus minotauros y monstruos que hacen aún más difícil el recorrido; con sus trampas, sus bifurcaciones y enredos; con su abundante simbología, sus secretos y misterios, sus profundos significados, sus entradas y salidas, sus centros; también con quienes los resuelven y los desentrañan, con ovillos, teseos y ariadnas... Un universo encerrado en un amasijo de caminos entrecruzados, una red cósmica cuyos nudos son encrucijadas de un largo viaje...
Los laberintos pueden ser fáciles de resolver desde fuera, contemplándolos como quien contempla un mapa. Pero el problema es que estando inmersos en ellos, como es que estamos, la tarea es ardua y se torna complejo encontrar el método que dé una solución a la prueba. Una miradita a esa solución sería algo así como echar un vuelo que permitiera una panorámica más global y volver a sus pasadizos con una idea clara de propósito, un sentido, una regla de orientación. A la manera de Guillermo de Baskerville en El nombre de la rosa. Quizás aquí esté la clave: la mirada amplia y la mente abierta, que serán siempre puestas a prueba en las circunstancias más difíciles.

Hace un tiempo leí un breve cuentito de Jorge Luis Borges titulado Los dos reyes. Cada rey tenía su laberinto y eran de dos tipos muy diferentes. El del rey babilonio era un laberinto construido por arquitectos y magos, un laberinto de muros y corredores intrincados. El del rey árabe era el mismo desierto, un laberinto donde el camino es la supervivencia. No importa qué apariencia tenga el que estamos recorriendo: los tortuosos meandros del río de la vida transcurren laberínticamente en una invitación a estar siempre vigilantes ante el juicio ligero del necio o la carrera loca del insensato.