(etapa 11.13)
Me lo afirmaba un amigo: No sé por qué dicen "doble moral" en todos aquellos casos en los que se demuestra una absoluta falta de moral. Dicen que hay dos cuando en realidad no hay ninguna. Y yo le doy la razón, por supuesto. Porque creo que la tiene.
Es un asunto que me supera. No puedo con la hipocresía de quienes condenan en unos lo que aprueban en otros (o en sí mismos), dependiendo de su interés. Idénticos hechos enjuiciados de forma distinta. Doble rasero, doble moral.
Detecto un ambiente muy cargado de esta lacra en demasiados ámbitos. Quizás es fácil pensar en la política, en las noticias... pero está por doquier. Hay que mantenerse alerta para no caer uno mismo: es un defecto difícil de asumir, y eso hace más complicada la autocrítica. El resultado suele ser una mente disociada entre lo que se dice creer y una multitud de formas de llevar a la práctica lo opuesto a lo que se dice creer. Y un montón de justificaciones para mantenerse en esa disociación, claro está.
También se habla de comportamiento maquiavélico, por haberse atribuido a Nicolás Maquiavelo la frase "El fin justifica los medios". De ser cierta, no importa qué medios se hayan anunciado para alcanzar un fin. En caso de encontrar obstáculos, se cambiarán los medios de partida (los que se decía que eran buenos) por cualesquiera otros al margen de consideraciones éticas o morales. Lo importante es llegar a la meta. A toda costa. Y empiezan los juegos malabares... Como el resultado ya se conoce de antemano, el camino se irá trazando a conveniencia de quien lo recorre. Por simple interés.
Por poner un ejemplo: se puede estar tajantemente en contra de la tortura, pero entonces empiezan las carambolas. ¿Y si fuera necesario torturar a alguien para arrancar una información que pueda salvar miles de vidas? ¿Y si entre las vidas que se pueden salvar está la de personas que te importan muchísimo? ¿Eso justificaría una tortura? Por este pedregoso camino se puede llegar a disculpar la tortura de unos pero a ser intransigente con las torturas que practiquen otros, ¡menudo conflicto! Mis motivaciones son buenas, las ajenas no lo son. Porque yo lo digo.
Y así cientos de casos, más o menos sangrantes.
Recuerdo un episodio de The Simpsons, de la 3ª temporada de esta serie (de cuando a los guionistas aún no se les había ido la olla y contaban historias con sentido, graciosas y que daban mucho juego), titulado "Bart, el asesino", en que el primogénito de la familia entra a trabajar en un local de la mafia de Springfield. Él no sabe que esos tipos son mafiosos, hasta que un día, después de custodiar en su casa un alijo de tabaco, ve en las noticias de la televisión que "Fat" Tony (su jefe en el local) es sospechoso de haber robado un camión con un cargamento de tabaco. Comienza entonces un diálogo delirante entre ambos:
- Oigan... ¿son ustedes ladrones?
- Bart, ¿está mal robar una barra de pan para dar de comer a tu familia hambrienta?
- ¡No!
- Pues supón que tienes una familia muy numerosa. ¿Está mal robar un camión de pan para darles de comer?
- ¡Ah-ah!
- ¿Y... hem... si a tu familia no les gustara el pan y les gustaran los cigarrillos?
- No creo que estuviera mal.
- No. Ahora, ¿y si en lugar de regalárselo, se lo vendieras por un precio que prácticamente es un regalo? ¿Sería eso robar, Bart?
- No lo sé...
Qué fácil es deslizarse cuesta abajo para justificar lo injustificable y engañarse (y autoengañarse) como a niños. Y qué fácil resulta también ver todo ese mal en los otros pero no en uno mismo.
Como ya dije en otra ocasión, a algunas personas les hablas de moral y creen que les hablas de un árbol de la familia de las Moráceas, de cinco a seis metros de altura, con tronco grueso y derecho, copa amplia, hojas ásperas, lanuginosas, acorazonadas, dentadas o lobuladas por el margen, y flores unisexuales en amentos espiciformes, separadas las masculinas de las femeninas, y cuyo fruto es la mora. Y de nada más.
jueves, 28 de febrero de 2013
lunes, 18 de febrero de 2013
inercias
(etapa 10.13)
Hace algo más de un par de días que me noto sumido en el silencio. En el silencio virtual, quiero decir. Quizás sea para compensar otros excesos de palabras en el mundo real. Es como si el cupo de palabras que hubiera que repartir entre ambos mundos fuera constante y lo que se sumara en uno hubiera que restarlo en el otro. Al menos, así es en mi caso. Las palabras consumen tiempo y energías (algunas también pueden ser fuente de energía, permitiendo aliviar y renovar los ciclos), y tanto el tiempo como la energía son limitados y deben repartirse entre todas las experiencias que se es capaz de abarcar, sin posibilidad de desdoblarse.
Lo extraño, empero, es que hoy no he cumplido con ninguna cuota de palabras, ni en lo real ni en lo virtual. Será que también hay que repartir esfuerzos con los pensamientos, con las ideas, con las preocupaciones o con los anhelos... Todo se cobra su peaje de energías vitales y de tiempo disponible. Lo que sí he notado es la renuencia a romper el sosiego de lo no pronunciado. Es la inercia del silencio. En definitiva, parece que se trata de la inercia de una gran masa. Es erróneo pensar que los silencios están hechos de vacíos, como si apenas se tratara de livianos entes, esencias etéreas. Al contrario: los hay que se forman de lo inefable, los hay muy elocuentes, los hay intensísimos y también los hay capaces de abarcar todo lo que se puede llegar a imaginar.
Y creo que hoy estoy viviendo uno de estos silencios.
Estaba.
Tenía que decirlo.
"Le businessman ouvrit la bouche mais ne trouva rien à répondre, et le petit prince s'en fut".
(Antoine de Saint-Exupéry, "Le Petit Prince")
Hace algo más de un par de días que me noto sumido en el silencio. En el silencio virtual, quiero decir. Quizás sea para compensar otros excesos de palabras en el mundo real. Es como si el cupo de palabras que hubiera que repartir entre ambos mundos fuera constante y lo que se sumara en uno hubiera que restarlo en el otro. Al menos, así es en mi caso. Las palabras consumen tiempo y energías (algunas también pueden ser fuente de energía, permitiendo aliviar y renovar los ciclos), y tanto el tiempo como la energía son limitados y deben repartirse entre todas las experiencias que se es capaz de abarcar, sin posibilidad de desdoblarse.
Lo extraño, empero, es que hoy no he cumplido con ninguna cuota de palabras, ni en lo real ni en lo virtual. Será que también hay que repartir esfuerzos con los pensamientos, con las ideas, con las preocupaciones o con los anhelos... Todo se cobra su peaje de energías vitales y de tiempo disponible. Lo que sí he notado es la renuencia a romper el sosiego de lo no pronunciado. Es la inercia del silencio. En definitiva, parece que se trata de la inercia de una gran masa. Es erróneo pensar que los silencios están hechos de vacíos, como si apenas se tratara de livianos entes, esencias etéreas. Al contrario: los hay que se forman de lo inefable, los hay muy elocuentes, los hay intensísimos y también los hay capaces de abarcar todo lo que se puede llegar a imaginar.
Y creo que hoy estoy viviendo uno de estos silencios.
Estaba.
Tenía que decirlo.
martes, 12 de febrero de 2013
espuma de palabras
(etapa 09.13)
De pequeño me gustaba beber con pajita. En parte, por la novedad de utilizar ese artilugio mágico que se interponía entre el vaso y mi boca. En parte, porque era divertido cabrear un poco a los padres soplando en vez de aspirando. Y en parte, también por la competición de burbujas que se podía organizar entre los hermanos en los desayunos o meriendas. Esto cabreaba aún más a los padres, y por eso era preferible disfrutar del juego en clandestinidad. Luego todo eran caritas de angelitos y mamá, mamá, ya me he acabado el zumo. También me complacía formar pompas soplando a través de un pequeño aro de plástico que mojaba en agua jabonosa. Quién no habrá hecho esto. Ver flotar las burbujas en el aire, observar sus formas y sus brillos iridiscentes al sol, hasta que por tal o cual motivo dejaban de existir, con un plop húmedo, una leve salpicadura, un desvanecimiento en el aire, en la ropa, en la palma de la mano...
Luego, pensé que las palabras son como las burbujas de los juegos. También se llenan de aire, esa es su sustancia. Hay palabras que se tiñen de colores según dónde aparecen, igual que las burbujas del refresco de zumo eran anaranjadas, las del batido de fresa eran rosas y eran blancas las de la leche, o marrones si se le añadía cacao. También hay palabras que se pronuncian solo en lo clandestino. Las hay que pertenecen al mundo de los juegos, vuelan y revientan por azar o porque llegaron a su objetivo, dejando allí su salpicadura como toda huella de que una vez existieron. Vacían su contenido de aire y vuelven a ser solo aire. Hay palabras mayores y menores, hermosas y comunes, igual que las burbujas. Unas son más resplandecientes, otras son más ágiles y vuelan más alto, otras son resistentes y tardan en desaparecer, otras sencillamente permiten que las demás destaquen a su costa.
Empecé a coleccionar palabras, como si petrificara burbujas, para que no se me reventaran al rozar los muros de la frágil memoria. Quise recordarlas, asociándolas a esto o a aquello, admirarlas, acariciarlas. A todas las empleé para construir nuevos mundos, todas me valen para eso. Hay ladrillos modestos pero imprescindibles, otras palabras son como los buenos morteros (preposiciones, artículos y demás), que permiten juntar sustantivos, adjetivos, verbos... sin que el edificio se desmorone. Las palabras de mi colección, empero, son las que me provocan el escalofrío, el estremecimiento reflejo, solo con escuchar su sonido. Una fibra en mi interior vibra cuando estas magníficas burbujas se dejan escuchar.
Unas palabras me atraen por su etimología. Como nostalgia, que significa algo así como el regreso del dolor. Amo a otras palabras por la belleza de su sonido. Como serendipia, que para mí es sonido puro, como el de aquella flauta que un borriquillo hizo sonar por casualidad. Algunas de la colección son fuertes por su significado. Como resiliencia, que aúna su sonoridad con la propia energía del persistir. Tengo palabras útiles, que me permiten expresar con precisión una actitud. Como procrastinar, que explicaré en otro momento. Hay palabras en que es el contraste lo que me fascina. Como ataraxia, que describe con sonido estridente un estado de serenidad absoluta.
Irónicamente, por más palabras que coleccione, no hay despliegue burbujeante contigo. Cuando tú entras en escena, enmudezco. Todas mis pompas de jabón estallan sin sonido y se desvanecen en el aire que respiras, sin que sepas cuántas cosas te diría, pero que soy incapaz de decirte.
"Todo aquel que sabe poner nombre a las cosas sabe también que existe lo innombrable".
(Lao-Tsé)
De pequeño me gustaba beber con pajita. En parte, por la novedad de utilizar ese artilugio mágico que se interponía entre el vaso y mi boca. En parte, porque era divertido cabrear un poco a los padres soplando en vez de aspirando. Y en parte, también por la competición de burbujas que se podía organizar entre los hermanos en los desayunos o meriendas. Esto cabreaba aún más a los padres, y por eso era preferible disfrutar del juego en clandestinidad. Luego todo eran caritas de angelitos y mamá, mamá, ya me he acabado el zumo. También me complacía formar pompas soplando a través de un pequeño aro de plástico que mojaba en agua jabonosa. Quién no habrá hecho esto. Ver flotar las burbujas en el aire, observar sus formas y sus brillos iridiscentes al sol, hasta que por tal o cual motivo dejaban de existir, con un plop húmedo, una leve salpicadura, un desvanecimiento en el aire, en la ropa, en la palma de la mano...
Luego, pensé que las palabras son como las burbujas de los juegos. También se llenan de aire, esa es su sustancia. Hay palabras que se tiñen de colores según dónde aparecen, igual que las burbujas del refresco de zumo eran anaranjadas, las del batido de fresa eran rosas y eran blancas las de la leche, o marrones si se le añadía cacao. También hay palabras que se pronuncian solo en lo clandestino. Las hay que pertenecen al mundo de los juegos, vuelan y revientan por azar o porque llegaron a su objetivo, dejando allí su salpicadura como toda huella de que una vez existieron. Vacían su contenido de aire y vuelven a ser solo aire. Hay palabras mayores y menores, hermosas y comunes, igual que las burbujas. Unas son más resplandecientes, otras son más ágiles y vuelan más alto, otras son resistentes y tardan en desaparecer, otras sencillamente permiten que las demás destaquen a su costa.
Empecé a coleccionar palabras, como si petrificara burbujas, para que no se me reventaran al rozar los muros de la frágil memoria. Quise recordarlas, asociándolas a esto o a aquello, admirarlas, acariciarlas. A todas las empleé para construir nuevos mundos, todas me valen para eso. Hay ladrillos modestos pero imprescindibles, otras palabras son como los buenos morteros (preposiciones, artículos y demás), que permiten juntar sustantivos, adjetivos, verbos... sin que el edificio se desmorone. Las palabras de mi colección, empero, son las que me provocan el escalofrío, el estremecimiento reflejo, solo con escuchar su sonido. Una fibra en mi interior vibra cuando estas magníficas burbujas se dejan escuchar.
Unas palabras me atraen por su etimología. Como nostalgia, que significa algo así como el regreso del dolor. Amo a otras palabras por la belleza de su sonido. Como serendipia, que para mí es sonido puro, como el de aquella flauta que un borriquillo hizo sonar por casualidad. Algunas de la colección son fuertes por su significado. Como resiliencia, que aúna su sonoridad con la propia energía del persistir. Tengo palabras útiles, que me permiten expresar con precisión una actitud. Como procrastinar, que explicaré en otro momento. Hay palabras en que es el contraste lo que me fascina. Como ataraxia, que describe con sonido estridente un estado de serenidad absoluta.
Irónicamente, por más palabras que coleccione, no hay despliegue burbujeante contigo. Cuando tú entras en escena, enmudezco. Todas mis pompas de jabón estallan sin sonido y se desvanecen en el aire que respiras, sin que sepas cuántas cosas te diría, pero que soy incapaz de decirte.
Dos hermosas palabras flotan en medio del silencio del bosque de abedules |
jueves, 7 de febrero de 2013
brilla (pese a todo)
(etapa 08.13)
No creo que hayan existido muchas etapas en la Historia de la Humanidad que no estuvieran dominadas por el miedo. Miedo a esto o a aquello. Por ejemplo, el miedo a la guerra termonuclear fue uno de los muchos miedos que planeaban sobre las gentes que vivieron la guerra fría. Los miedos se crean y se fomentan para tener controladas a las masas. Y funciona. Las noticias han llegado a convertirse en esa herramienta de control que limita las capacidades de los ciudadanos. No se arriesguen en nada, los tiempos son pésimos. No luchen, no hay posibilidad de victoria. Huyan a otros lugares, la debacle está próxima en este. Sospechen de todos, el enemigo puede estar a su lado...
Hay un límite en que el miedo puede llevar a la desesperación y la desesperación al descontrol. Pero entonces se aflojará la presión, se abrirá la válvula, y después de un respiro de esperanza, vuelta a empezar con el circuito del miedo.
La persona de a pie participa en este perverso juego aun sin ser consciente de ello. En definitiva, como hormiguitas, van llevando estas migajas de temor hasta el hormiguero para alimentarse de ellas. Y de tal siembra se obtienen tales cosechas.
No recuerdo quién decía que el miedo es un gran motivador, pero es un pobre maestro. Y privados de la enseñanza que un buen maestro puede dar, la Historia de la Humanidad (por más visiones positivistas que se quieran dar, juegos de válvulas de escape) parece un curso a la deriva, hacia un proceloso horizonte que también llena de temor.
¿Sombría perspectiva? Puede. Dependerá de cada cual. Habrá que aprender a vivir al margen de esa angustia y miedo colectivos que tantos decibelios de fondo le meten a la vida cotidiana.
Ya, ¿qué fácil, no? -pensará alguien en tono irónico- Pero ahora hay que lidiar con la realidad.
Siempre el mismo cuento.
¿Qué significa "lidiar con la realidad"? ¿Sucumbir a planes ajenos? ¿Dejarse dominar por intereses que en realidad no me interesan en absoluto? No me parece un plan para derrotar al imperio del miedo. Y no se trata de vivir de ilusiones o idealismos varios, sino de armar una realidad que funcione de verdad de una maldita vez. ¿Cómo?
En la peli Coach Carter (un film intrascendente, donde un tío duro trata de domesticar a unos macarras de instituto que juegan al baloncesto, hay música de la MTV y todas esas cosas), aunque es de las prescindibles, también se puede destacar algún minuto de interés. Se trata de la intervención de uno de los jugadores del equipo de baloncesto del instituto. El chaval, Timo Cruz, ha hecho de camello para un colega, se ha enfrentado a la autoridad del entrenador, ha ejercido de macarra... pero también se ha esforzado para volver al equipo después de haber sido excluido por su mal comportamiento, indisciplina y rebelión. El entrenador siempre le pregunta lo mismo en los momentos más inesperados:
- Señor Cruz, ¿cuál es su mayor miedo?
Pero el señor Cruz no sabe qué responder. Muchas cosas pasan por su cabeza...
El día en que el entrenador es destituido del equipo (por haber pretendido que sus jugadores fueran alumnos aplicados en las clases, ¡oh, malvadas pretensiones!), el equipo se encuentra reunido en el gimnasio... ¡estudiando! Y es entonces cuando Timo Cruz se despide del entrenador con estas palabras:
- Nuestro mayor miedo no es que no encajemos. Nuestro mayor miedo es que tenemos una fuerza desmesurada. Es nuestra luz y no nuestra oscuridad lo que más nos asusta. Empequeñecerse no ayuda al mundo, no hay nada inteligente en encogerse para que otros no se sientan inseguros a tu alrededor. Todos deberíamos brillar como hacen los niños, no es cosa de unos pocos sino de todos. Y al dejar brillar nuestra propia luz, inconscientemente damos permiso a otros para hacer lo mismo. Al liberarnos de nuestro propio miedo, nuestra presencia libera automáticamente a otros.
Señor, quería dale las gracias: me ha salvado usted la vida.
Sí, vale, la escena parece muy forzada, pero me quedo con el mensaje.
En una sociedad que ha hablado tanto en positivo de la iniciativa, del emprendimiento, del valor, de la individualidad, de la independencia... cada vez más tengo la sensación de que se mira con recelo al emprendedor, al valiente, al que se esfuerza, al distinto, al autosuficiente... Como si molestara el brillo de los que han decidido tomar su vida en sus propias manos y salirse de la hilera marcada con dirección al hormiguero. Está mal visto no pertenecer a ningún rebaño. Y lo peor es que pocos se consideran miembros de uno. ¿Habremos perdido capacidad de autoanálisis?
Un autor anónimo dejó una fábula, acerca de una luciérnaga y un sapo, de moraleja bien diáfana:
Aunque estés rodeado de gente mezquina a quienes parece molestar mucho que brilles, nunca dejes de brillar. Sin miedo.
"Conquistar el miedo es el comienzo de la sabiduría".
(Bertrand Russell)
"Lo único que tenemos que temer es el miedo mismo".
(Franklin D. Roosevelt)
Hay un límite en que el miedo puede llevar a la desesperación y la desesperación al descontrol. Pero entonces se aflojará la presión, se abrirá la válvula, y después de un respiro de esperanza, vuelta a empezar con el circuito del miedo.
La persona de a pie participa en este perverso juego aun sin ser consciente de ello. En definitiva, como hormiguitas, van llevando estas migajas de temor hasta el hormiguero para alimentarse de ellas. Y de tal siembra se obtienen tales cosechas.
No recuerdo quién decía que el miedo es un gran motivador, pero es un pobre maestro. Y privados de la enseñanza que un buen maestro puede dar, la Historia de la Humanidad (por más visiones positivistas que se quieran dar, juegos de válvulas de escape) parece un curso a la deriva, hacia un proceloso horizonte que también llena de temor.
¿Sombría perspectiva? Puede. Dependerá de cada cual. Habrá que aprender a vivir al margen de esa angustia y miedo colectivos que tantos decibelios de fondo le meten a la vida cotidiana.
Ya, ¿qué fácil, no? -pensará alguien en tono irónico- Pero ahora hay que lidiar con la realidad.
Siempre el mismo cuento.
¿Qué significa "lidiar con la realidad"? ¿Sucumbir a planes ajenos? ¿Dejarse dominar por intereses que en realidad no me interesan en absoluto? No me parece un plan para derrotar al imperio del miedo. Y no se trata de vivir de ilusiones o idealismos varios, sino de armar una realidad que funcione de verdad de una maldita vez. ¿Cómo?
En la peli Coach Carter (un film intrascendente, donde un tío duro trata de domesticar a unos macarras de instituto que juegan al baloncesto, hay música de la MTV y todas esas cosas), aunque es de las prescindibles, también se puede destacar algún minuto de interés. Se trata de la intervención de uno de los jugadores del equipo de baloncesto del instituto. El chaval, Timo Cruz, ha hecho de camello para un colega, se ha enfrentado a la autoridad del entrenador, ha ejercido de macarra... pero también se ha esforzado para volver al equipo después de haber sido excluido por su mal comportamiento, indisciplina y rebelión. El entrenador siempre le pregunta lo mismo en los momentos más inesperados:
- Señor Cruz, ¿cuál es su mayor miedo?
Pero el señor Cruz no sabe qué responder. Muchas cosas pasan por su cabeza...
El día en que el entrenador es destituido del equipo (por haber pretendido que sus jugadores fueran alumnos aplicados en las clases, ¡oh, malvadas pretensiones!), el equipo se encuentra reunido en el gimnasio... ¡estudiando! Y es entonces cuando Timo Cruz se despide del entrenador con estas palabras:
- Nuestro mayor miedo no es que no encajemos. Nuestro mayor miedo es que tenemos una fuerza desmesurada. Es nuestra luz y no nuestra oscuridad lo que más nos asusta. Empequeñecerse no ayuda al mundo, no hay nada inteligente en encogerse para que otros no se sientan inseguros a tu alrededor. Todos deberíamos brillar como hacen los niños, no es cosa de unos pocos sino de todos. Y al dejar brillar nuestra propia luz, inconscientemente damos permiso a otros para hacer lo mismo. Al liberarnos de nuestro propio miedo, nuestra presencia libera automáticamente a otros.
Señor, quería dale las gracias: me ha salvado usted la vida.
Sí, vale, la escena parece muy forzada, pero me quedo con el mensaje.
En una sociedad que ha hablado tanto en positivo de la iniciativa, del emprendimiento, del valor, de la individualidad, de la independencia... cada vez más tengo la sensación de que se mira con recelo al emprendedor, al valiente, al que se esfuerza, al distinto, al autosuficiente... Como si molestara el brillo de los que han decidido tomar su vida en sus propias manos y salirse de la hilera marcada con dirección al hormiguero. Está mal visto no pertenecer a ningún rebaño. Y lo peor es que pocos se consideran miembros de uno. ¿Habremos perdido capacidad de autoanálisis?
Un autor anónimo dejó una fábula, acerca de una luciérnaga y un sapo, de moraleja bien diáfana:
Sobre la verde alfombra, / un insecto de luz tranquilo estaba
y discreto, oculto entre la sombra / sin saberlo, brillaba.
Un sapo víl, negruzco y enlodado / salió de su agujero
y su baba escupió / de envidia hinchado / sobre el insecto, fúlgido lucero.
¡Dios mío! ¿Qué te he hecho? / ¿Por qué razón tu cólera se inflama?
¿Por qué con sucia baba me mancillas? / Y el sapo contestó airado, / ¡Porque brillas!
Aunque estés rodeado de gente mezquina a quienes parece molestar mucho que brilles, nunca dejes de brillar. Sin miedo.
Equipaje:
cine,
comportamiento,
decisiones,
experimento,
fábulas,
miedos,
valor
viernes, 1 de febrero de 2013
febrero
(etapa 07.13)
Los azotes del viento han disuadido a enero de seguir aferrado al calendario. Abandona. Literalmente desgajado, desprendido hoja a hoja del almanaque. ¿O quizás han sido las copiosas lluvias las que han arrastrado toda su voluntad de permanencia? El resultado es el mismo. Al fin, un mes deja paso a otro mes.
Febrero entenderá el viento como energía para el cambio, escoba que barrerá las hojas muertas. El agua de la lluvia será el elemento que lave su camino. Lo que mató al pasado será la fuerza del futuro.
Deseos, deseos... Él lo espera así, aunque no sabe qué sucederá.
En estos días de viento y de lluvia, pasear por la ciudad es como vivir en una metáfora. Todo es arrastrado, sin ahondar en motivos ni en maneras. Todo se remueve, lo que se va y lo que viene.
En la esquina acristalada de siempre, a modo de escaparate, aquel establecimiento suntuoso ya no existe. Ahora, la vitrina está polvorienta y revela un interior vacío y abandonado. Ya no están las cortinas aterciopeladas, ni la mesa de madera noble ni las butacas lujosas. Empero, otra ausencia se hace aún más notable. Ya no está la hermosa mujer que era el alma del local, la vida entre lo inerte. La mujer que regalaba su belleza al viandante distraído, una belleza que no puedo llegar a describir, porque hay que ver para entender y para sentir. Sentir la calma, la serenidad, a la vez que la desazón de una mirada inalcanzable, la inquietud de lo imposible. El poder de detener el tiempo... Ya no. Ha vuelto a correr el tiempo y, mirando hacia el interior del local, hacia el vacío difuminado por la capa de polvo en los cristales, apenas se intuye la figura fantasmal que los ojos todavía quieren ver. Pero la sensación es desoladora. Destierro, nostalgia, viento y lluvia.
Los que han venido han sido los estorninos. Vuelven a su cita, como cada año. Invaden el cielo de la ciudad y los árboles de sus parques. Forman nubes de puntos diminutos, nubes que no pierden la redondez del contorno, por más que se muevan velozmente y con gran agitación, simulando ser extraños microorganismos (quizás paramecios, quizás amebas) que fueran examinados con lentes de mucho aumento sobre el tapiz gris del cielo. El frenético vuelo termina para algunos cuando encuentran un árbol en que posarse. Allí encaramados, empiezan una especie de twitter en miniatura, igual de frenético, con docenas y docenas de pájaros en uniforme luctuoso, que no azul, compitiendo para hacer oír su gorjeo por encima de la cacofonía general. La ciudad se rinde a ese murmullo, incluso el viento no lo puede ahogar.
Y sigue lloviendo.
La lluvia limpiará y el viento barrerá. Febrero así lo espera. El sol quizás aparezca de pronto y derrita algunas nostalgias.
Ya se verá...
Mientras tanto, entre los que se fueron y los que vinieron, el tiempo sigue corriendo. Viene un mes nuevo y todo lo hace nuevo, invitando a comenzar de cero. Una vez más.
Mientras haya
quien entienda la hoja seca,
falsa elegía, preludio
distante a la primavera.
(Pedro Salinas, "Confianza")
Los azotes del viento han disuadido a enero de seguir aferrado al calendario. Abandona. Literalmente desgajado, desprendido hoja a hoja del almanaque. ¿O quizás han sido las copiosas lluvias las que han arrastrado toda su voluntad de permanencia? El resultado es el mismo. Al fin, un mes deja paso a otro mes.
Febrero entenderá el viento como energía para el cambio, escoba que barrerá las hojas muertas. El agua de la lluvia será el elemento que lave su camino. Lo que mató al pasado será la fuerza del futuro.
Deseos, deseos... Él lo espera así, aunque no sabe qué sucederá.
En estos días de viento y de lluvia, pasear por la ciudad es como vivir en una metáfora. Todo es arrastrado, sin ahondar en motivos ni en maneras. Todo se remueve, lo que se va y lo que viene.
En la esquina acristalada de siempre, a modo de escaparate, aquel establecimiento suntuoso ya no existe. Ahora, la vitrina está polvorienta y revela un interior vacío y abandonado. Ya no están las cortinas aterciopeladas, ni la mesa de madera noble ni las butacas lujosas. Empero, otra ausencia se hace aún más notable. Ya no está la hermosa mujer que era el alma del local, la vida entre lo inerte. La mujer que regalaba su belleza al viandante distraído, una belleza que no puedo llegar a describir, porque hay que ver para entender y para sentir. Sentir la calma, la serenidad, a la vez que la desazón de una mirada inalcanzable, la inquietud de lo imposible. El poder de detener el tiempo... Ya no. Ha vuelto a correr el tiempo y, mirando hacia el interior del local, hacia el vacío difuminado por la capa de polvo en los cristales, apenas se intuye la figura fantasmal que los ojos todavía quieren ver. Pero la sensación es desoladora. Destierro, nostalgia, viento y lluvia.
Los que han venido han sido los estorninos. Vuelven a su cita, como cada año. Invaden el cielo de la ciudad y los árboles de sus parques. Forman nubes de puntos diminutos, nubes que no pierden la redondez del contorno, por más que se muevan velozmente y con gran agitación, simulando ser extraños microorganismos (quizás paramecios, quizás amebas) que fueran examinados con lentes de mucho aumento sobre el tapiz gris del cielo. El frenético vuelo termina para algunos cuando encuentran un árbol en que posarse. Allí encaramados, empiezan una especie de twitter en miniatura, igual de frenético, con docenas y docenas de pájaros en uniforme luctuoso, que no azul, compitiendo para hacer oír su gorjeo por encima de la cacofonía general. La ciudad se rinde a ese murmullo, incluso el viento no lo puede ahogar.
Y sigue lloviendo.
La lluvia limpiará y el viento barrerá. Febrero así lo espera. El sol quizás aparezca de pronto y derrita algunas nostalgias.
Ya se verá...
Mientras tanto, entre los que se fueron y los que vinieron, el tiempo sigue corriendo. Viene un mes nuevo y todo lo hace nuevo, invitando a comenzar de cero. Una vez más.
Equipaje:
canciones,
decisiones,
invierno,
pausa,
percepciones,
tiempo,
viaje,
vida
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