Sabia naturaleza.
Algo te hiere, ella hace que olvides. Por tu bien.
Si una hoja afilada atraviesa la barrera de tu piel y lacera tu carne, un regimiento de centinelas gritarán. Se retorcerá tu cuerpo, apretarás los dientes. Los nervios llevarán por doquier esa sensación de dolor que dificulte cualquier otro propósito. Quisieras apagar tu llama por unos instantes, desaparecer, volatilizarte, desprenderte de esa armazón que es presa del sufrimiento.
Pero no. Si la herida no es suficientemente grave, los nervios se agotarán, los centinelas bajarán la guardia y los decibelios se reducirán para que puedas volver a escuchar a tu alrededor los mismos sonidos de siempre. Volverá la normalidad (inexistente como tal, pero sugerida por la mente), regresarás al mundo tal y como lo conocías y, aunque herido y condecorado de cicatrices, no sabrás que llevas la pena contigo, adherida pero invisible de tan amortiguada.
Sabia naturaleza.
Y si experimentaras dicha incontenible, también la mitigará para que puedas seguir con tu vida común, sin mayores sobresaltos. Cuando sientas que tu rostro y tu pecho están a punto de reventar por una alegría fuera de control, inyectado ese inocuo veneno por una caricia intangible, sabe que también la gloria será pasajera, no se instalará en ti para siempre, te abandonará la corona.
Sic transit gloria mundi.
Equilibrio. En la naturaleza todo parece tender al sencillo equilibrio. Las montañas se erosionan, los valles se rellenan. Su superficie termina siendo una vasta llanura. La llanura por la que discurre tu camino.
Sabia naturaleza.
"De unas ruinas nacen otras ruinas", Juan O'Gorman, 1949 (témpera al huevo sobre masonite con yeso, 41,3 x 48,9 cm.)
Como no quería gastar muchos recursos elaborando un disfraz ni tampoco quería invertir demasiado tiempo en la tarea, al final he optado por algo sencillo: me voy a disfrazar de aire. Después de confeccionar unos patrones, en pocas horas ya tenía el prototipo. Más difícil me ha resultado embutirme en él sin deshacer los hilvanes. Después de unos ajustes y de darle el acabado final, ya puedo decir que el trabajo está terminado.
Lo he probado por casa y no me acaba de convencer... Es algo aburrido. Creo que no quiero ir de aire, que prefiero hacerme pasar por una brisa moderada. Así que un último retoque para incorporar un mecanismo de propulsión adecuado y ahora sí que tengo la versión definitiva del disfraz.
Va como una seda. Sabía que la sensación de ligereza sería increíble, pero esto supera todas mis expectativas. Acabo de hacer las pruebas de vuelo del salón a la cocina, de la cocina al cuarto de baño, del cuarto de baño al dormitorio... En la biblioteca, con un looping he tirado varios libros al suelo. Unos paños de cocina han salido volando hacia la encimera después de ejecutar un doble tonel. La toalla de la ducha ha acabado en el lavabo después de un vuelo invertido. Será mejor que salga de casa y continúe en la calle con este festival de acrobacias y vuelos rasantes.
Aprovechando que estoy de vuelta en el aseo, me filtro por el respiradero y me elevo por la chimenea hasta el exterior. Sin problemas, el disfraz responde a las mil maravillas. La tarde está tranquila, el aire es fresco y con algo de humedad. La visibilidad es buena.
Después de planear unos cientos de metros, me lanzo en barrena hasta el nivel de la calle. Con el torbellino a mi cola, agito las hojas muertas, papelitos y otros restos de plástico que los barrenderos aún no han retirado. Suena un silbo algo desafinado y lúgubre mientras recorro a toda velocidad avenidas y callejuelas que me llevan al centro urbano. Allí bulle la actividad de comparsas, choqueiros, personas que ríen, otros que gastan bromas, unos más que aprovechan el anonimato para desconcertar a algún viandante... Y decido colarme entre todos. Primero me mezclo con las respiraciones de la concurrencia, pero luego ataco y hago volar sombreros, pelucas, complementos y abalorios con frenéticas maniobras que sorprenden a piratas, payasos, novios y novias en procesión, flamencas, arlequines, coros rusos, fantasmas, abejas formando colmena propia... En un momento descubro una rubia Marilyn y no puedo contenerme. Me lanzo bajo su falda y asciendo velozmente. Ella trata de frenar el vaporoso vuelo de la tela sujetando con sus manos y, aunque la escena no está muy lograda, un trío de superhéroes (batman, spiderman y otro que no consigo reconocer) aplauden con entusiasmo. En plena diversión, vuelvo a ascender buscando nuevas víctimas de mi juego veloz.
Percibo que mi disfraz se ha ido ensuciando con la contaminación, pero no importa. Al pasar las horas, la noche nos cubre de oscuridad a todos y las luces de la ciudad no son suficientes para que me confundan con uno más de sus efluvios. Aunque lo peor viene ahora. Igual que si fuera el viajero despistado en la estación de metro en hora punta, de repente unas fuertes ráfagas de viento huracanado me sacuden con fuerza y me empujan alejándome de la juerga. Por más que intento zafarme de los empellones que este vendaval abusón me está propinando, no consigo avanzar ni un metro en la dirección deseada. Incluso empiezo a notar algunas desgarraduras en el disfraz...
Me descubro luchando contra el viento sobre el mar. Sin darme cuenta, la corriente de aire me ha alejado demasiado de la ciudad. Mucho más de lo que había supuesto. La buena noticia es que la fuerza de la ventisca está amainando y creo que puedo recuperar el control. ¿Buena noticia? El propulsor del disfraz se ha averiado en la refriega y el traje está tan deshilachado que no sé si me puede garantizar un suave planeo controlado.
Empiezo a caer hacia el mar. Al menos, diviso la orilla próxima. Con bastante suerte, amerizo sobre las olas de una playa remota, quizás no excesivamente alejada de la ciudad. En la nocturna negrura, es difícil saberlo. Empapado, llego pronto a la orilla. El disfraz está hecho jirones y prefiero quitármelo.
Después de un corto paseo a ciegas, llego hasta la carretera comarcal de la playa. Con resignación, trato de confiar en que algún trasnochador de vuelta a la ciudad conduzca su vehículo en la madrugada. Ya solo me faltará convencerle de que haga el favor de llevar de vuelta al carnaval a alguien disfrazado de tritón, cubierto de algas por todas partes y calado hasta los huesos como me encuentro.
Como me pregunte por mi cola de pez... podemos tener un disgusto.
(Qui-Gon Jinn a Anakin Skywalker, al salir de Coruscant en dirección a Naboo, en Star Wars, episodio I: "La amenaza fantasma")
No son de mi agrado los blogs de copy+paste, esos en los que el autor agarra algo que le gusta y te lo encasqueta sin poner nada de su propia cosecha. Hay quien cree que es un recurso que puede servir. Por ejemplo, cuando recuerdas algo que te llegó adentro y, porque crees que es oportuno, simplemente lo compartes en silencio, pensando que no hay mucho más que añadir o que no hay nada mejor que se pueda decir. Hummm... bien... como cada blog es como la casa de cada uno, las normas las pone el autor y eso no se discute. En mi caso, te diré que para eso, sencillamente te pondría un link al sitio de donde copio y ya está. No estoy interesado en que el blog engorde en líneas o número de entradas publicadas, porque eso no lo va a mejorar en nada. No tengo la obsesión de la actualización. Sin nada nuevo que decir, es mejor estarse callado.
El asunto es que hoy mismo recordaba un breve relato y decidí que (mejor que practicar el cómodo copia-pega) estaría bien rehacerlo mentalmente a la vez que, tumbado en este diván en que se me convierte el blog, te fuera contando algunas reflexiones suscitadas por la narración. Seguro que ya la conoces. Pero, ya que has decido acompañarme, espero que no te importe rememorarla conmigo.
Todo empieza con dos pacientes en una habitación de un hospital. La habitación tenía una ventana en una de las paredes, la que estaba más alejada de la cama del enfermo que no podía moverse y tenía que permanecer recostado de espaldas a la ventana. El otro, tenía su cama próxima a la ventana y permanecía durante una hora al día sentado frente a ella, mientras drenaba sus pulmones. El paciente inmovilizado pasaba los días en un puro lamento, a la espera de poder incorporarse. Cómo le gustaría poder asomarse a las vistas igual que lo hacía su privilegiado compañero de habitación. Este, sintiendo lástima por la desgracia del otro, trataba de compartir el momento y se dedicaba a describirle con todo detalle el paisaje exterior. Le contaba de los cuidados jardines allá abajo y del hermoso parque que se extendía a ese lado del hospital. De las gentes que paseaban por ellos, de los niños jugando, las parejas de enamorados, los viandantes con sus mascotas. Le contaba del porte de los árboles, de los colores con que se teñían los parterres plagados de flores, del refulgente estanque que devolvía los destellos del sol... Estas descripciones eran como un bálsamo para el hombre inmóvil. Su mente, espaciada en estos detalles, conseguía que su cuerpo no sintiera tanto dolor. Aquella hora llegó a ser la mejor hora del día para él. Sucedió que una mañana la enfermera encontró muerto al hombre que ocupaba la cama junto a la ventana. El otro se entristeció mucho. Finalmente, solicitó que, si fuera posible, lo trasladaran a la otra cama junto a la ventana. Así se hizo. Desde su posición, el paciente solo podía ver las nubes, lejanas, allá arriba, surcando un cielo azul. Pero se animaba con la idea de que muy pronto podría levantarse y deleitarse con las vistas del parque. Y así ocurrió en poco tiempo. Haciendo un esfuerzo para incorporarse, se llenó de emoción porque al fin vería lo que tantas veces le había descrito su antiguo compañero de dolencias. Pero toda la emoción se convirtió en decepción cuando comprobó que la única vista tras la ventana era la del muro del edificio de al lado. El paciente preguntó a la enfermera por el parque que tan bien le había descrito el anterior ocupante de su cama. La enfermera, sorprendida, le respondió que ahí nunca hubo tal parque. Pero el enfermo replica que fue su compañero quien se lo describió. Y la enfermera le dice que difícilmente pudo ver tal cosa, ni tan siquiera el muro de enfrente, porque el hombre era ciego. "Tal vez, lo único que pretendía era animarlo a usted", añadió.
Esa es la historia. Después de pensar en ella, siempre me quedan muchas dudas sin resolver.
¿En realidad había allí un parque? ¿Era importante que lo hubiera? ¿Cómo se puede ver un parque donde no lo hay? ¿Y si, además, eres ciego? ¿Tiene sentido creer que hay un parque, aunque te lo diga un ciego, cuando en realidad hay un muro? ¿Y si todos estamos ciegos y el único que vio de verdad fue el que llamamos ciego? ¿Basta con una respuesta científica para resolver el misterio de la realidad? ¿Qué narices era eso de Matrix? ¿Consiguió el ciego que el otro viera el parque? ¿Por qué alivia el dolor creer que hay un parque donde supuestamente solo hay un muro, aunque no se haya visto ni uno ni otro? Si no los puedes ver, ¿es mejor un parque o un muro?
¿...?
No voy a negar que me parece que sin una correcta evaluación de la realidad se puede estar tan perdido que sea imposible encontrar el camino de vuelta a la sensatez. Pero también te digo que después de ver muros por doquier y de saber que eso son muros, duros muros, limitantes muros, insolubles muros, ya lo mismo me da forrarlos de verde y pintarles árboles de todas las especies. E imaginarlos como si fueran jardines. Si nada va a cambiar, yo puedo cambiar. Y entonces resulta que todo cambia.
Don Quijote veía gigantes donde había molinos. Pero nunca le dio por ver molinos donde había gigantes. Le daba por ver lo peor, el peligro constante, la amenaza omnipresente. Eso sí es una pésima locura.
Luego, hay quienes ven cielos abiertos donde se levantan murallas. Y a estos también les llaman locos. Pero mira por donde que, en su demencia, los hay que consiguen atravesar murallas pensando que están navegando por esos cielos de su imaginación.
Puede ser que, frente a los realistas, haya dos tipos de locos muy distintos: los optimistas (como el ciego) y los pesimistas (como don Quijote). Winston Churchill habló de ambos: "Un optimista ve una oportunidad en toda calamidad, un pesimista ve una calamidad en toda oportunidad". Empero, en lo referente a las percepciones, todavía fue mayor el desafío que cierto zorro le planteó a cierto principito, cuando le dijo algo así: "Solo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible para los ojos".
Yo sigo mirando por la ventana. Y hoy mis ojos cuerdos solo consiguen ver la pared de enfrente.
¡Pero mira que nombramos veces a los animales en nuestras comparaciones! Están los clásicos: ser un burro (o un asno, que para el caso es lo mismo), estar como una vaca (o como una foca), trabajar como una hormiga o ser un zángano, ser muy mona o más fea que una cacatúa. También los hay muy linces, algunos que huelen a tigre, otros que parecen búhos, mujeres pantera, los que lloran lágrimas de cocodrilo, los que vociferan como mandriles, los que están como una cabra, los que son astutos como serpientes, los ágiles como los gamos... Sin extenderme mucho más, diré también que, cambiando el género de la palabra, pueden resultar cosas muy chocantes. Y a nadie se le escapa la diferencia de matiz entre ser un zorro o ser una zorra. En fin.
Después de este desfile animal, me he quedado pensando en que dentro de los mismos cánidos se puede reír como una hiena [1] o se puede tener un humor de perros. Son las cosas del humor: lo que a unos hace reír a carcajadas a otros no les causa ni la mínima gracia. Imagínate: Hay quien se ríe viendo a un monigote parecido a Nadal, el tenista, firmando autógrafos con una jeringa (disculpa si no pongo un link, pero es que no me apetece), mientras que a otros les rechinan los dientes. Te puedo poner más ejemplos... sin embargo, de todos se saca la misma idea. Unos ríen, otros permanecen serios o indiferentes (si es que incluso no se mosquean).
Yo no entendería el mundo sin el sentido del humor. ¿Te imaginas a alguien que no sabe reírse de las cosas de la vida? Ufff quita, quita... Y hay que decir que el verdadero sentido del humor empieza por saber reírse en primer lugar de uno mismo. Es que, a veces pasa, los hay que presumen de un excelente sentido del humor, pero cuando les toca a ellos ser la diana de las risas, se descubre que ni de lejos su sentido del humor es tan excelente como pretenden. El sentido del humor y el sentido del ridículo andan algo reñidos. Casi podría decirse que son inversamente proporcionales.
¿Que hay momentos para reír y otros para no reír? Seguro. Lo que me pasa es que en ocasiones no soy capaz de distinguirlos y doy un poco la nota. Intento corregirme en eso, pero se me escapa alguna carcajada a destiempo, de vez en cuando. No es que llegue al caso de aquel alcalde que contaba Gila, "he perdido un hijo, pero en mi vida me había reído tanto", aunque sé que tengo que controlarme si quiero ser políticamente correcto (¿quiero serlo?).
También te digo que hay gente que es graciosa y gente que se cree graciosa. Y hay un abismo entre ambos. El que es gracioso es como un artista (o incluso sin el como), el que se cree gracioso es un mentecato o un mercenario de la risa (si es que hace reír). No pasa de graciosillo. Lo dicho: un abismo. Y ser gracioso no es solo saber contar chistes, es una forma de vivir. Oye, que luego te sabe contar el del infierno español o el de los guardias civiles en la pirámide. Genial. Pero ser gracioso siempre es más que eso.
No quería dejar de comentarte otra sutileza del humor. Hay quien lo emplea de una forma un tanto extraña. A ver cómo te lo explico... El humor es un arma muy poderosa, porque sirve para desarmar a los serios. Se quedan sin respuesta válida. La ironía es como la guerra termonuclear del humor. Imagina a los bufones, allá en el medioevo, mofándose de los reyes y los nobles sin que sus cabezas (las de los bufones, quiero decir) corrieran el riesgo de ser separadas del resto de sus cuerpos por orden de los poderosos. Era un arma lícita. Los poderosos eran muy abusones y solo se les podía trincar de esta manera. Todos se reían bastante. El rey se creía que villanos y campesinos se reían con él, los villanos y campesinos sabían que se reían de él. Y acabada la función, pelillos a la mar: se seguía abusando de villanos y campesinos y la vida seguía su curso. Está bien darles en los morros a los poderosos con algo de humor. Y no hay respuesta posible. El problema es cuando esta práctica se lleva a nuestros tiempos y se convierte en táctica de argumentación. Pura demagogia. Tú argumentas en serio, yo me pego un jijí jajá y, como le caigo mejor a la gente porque soy muy gracioso, entonces ya tengo la razón y tú te quedas con tus buenos argumentos y un palmo de narices. Eso es trampa.
Si se va a hablar de temas serios, se puede hacer en serio o en broma. Pero si lo haces en broma, todo lo que se diga será broma. Si luego lo utilizas en serio, vas a quedar mal. No, disculpa, quiero decir que deberías quedar mal. Habrá gente que trague y se lo crean. Pero la época de los bufones era la del tiempo de las monarquías feudales o las absolutistas. Y eso ya está bastante pasado.
by Quino, publicado en Mafalda inédita (tira del 12-enero-1965)
Al margen de este uso del humor, mi consejo es que te sigas riendo siempre que puedas, porque es casi seguro que (pase lo que pase) vivirás mucho más feliz.
(de propina, otra vez Presuntos Implicados)
[1] ACTUALIZACIÓN: En uno de los comentarios de este post, me informa Doctora acerca de mi metedura de pezuña (ya que estamos con comparaciones animales). Y como tiene más razón que una santa, paso a desfacer el entuerto: Las hienas no son de la familia de los cánidos, sino de los hiénidos. Y ya que tienen familia propia, vamos a promocionarla un poco, ¿no?
Gran verdad es el dicho: a la cama no te irás / sin saber una cosa más.
Como si fuera una gigantesca lengua verde que lamiera algodón de azúcar, en la vasta alfombra de colinas erizadas de coníferas, a manera de papilas gustativas, parecen quedar atrapadas blancas nubes juguetonas que, en la mañana, se enredan, se deshilachan, cubren y acarician el rocío de los bosques.
Sobre las sábanas arrugadas, la rubia vuelve a la vida un día más. Rueda su cabeza sobre la almohada para ver la hora en el reloj de la mesilla. Se incorpora, se despereza. Y la vida, agradecida, le devuelve la sonrisa del sol matinal. El agua sigue su ciclo después de amar a la rubia y llenarla de besos en toda su piel. Mira el portátil casi de reojo, como cada mañana, mientras mastica la tostada y apura los últimos tragos de zumo. La rubia se acicala frente al espejo, colorea un poco más sus cálidos labios, sombrea tenuemente sus párpados, se atusa el cabello. Subida a sus tacones, la calle se llena de glamour. Así es la rubia.
En la llanura solo faltan pastores para los rebaños de árboles que, como inmóviles ovejas de lana esmeralda, se agrupan aquí y allá. El suelo es rojizo como piel bronceada por el sol. Arcilla curtida. El cielo intenso, ciánico, sin gorriones. Solo él, solo e infinito. El sonido del ferrocarril apenas perturba el silencio del lugar. Las cintas metálicas sobre un lecho de piedras forman una larguísima cicatriz que recorre la herida llanura hasta donde la vista ya no es capaz de distinguir, lejos, en el horizonte.
La imagen de la rubia en la oficina sujetando en su boca un lápiz que asoma por las comisuras de sus labios es para pedir al mundo que, por favor, se detenga en su loco giro y se quede con esa instantánea para siempre. Podrías mirarla largo tiempo sin que ella se inmutara, absorta como está comprobando esto y aquello en el plano. Solo es posible sentir envidia de un portátil cuando la rubia recorre su teclado con las manos y concentra su mirada en la pantalla. En un instante, se reclina hacia atrás en la silla y se queda por largo tiempo mirando al techo. Siempre consigue encender bombillas en esa blancura, ahí arriba. La rubia imagina, ríe, siente, suspira, medita, habla, sueña, se emociona, guarda silencio... algo se retuerce en su mente y allí crea mundos de la nada, como diosa que es.
Gigantescos seres de metal extienden sus brazos para sujetar hilos sobre un paisaje teñido de dos colores, cultivos amarillentos que desaparecen bajo una atmósfera grisácea. La niebla devora en su blancura fantasmal todo lo que se aleja: los gigantes metálicos y sus hilos, los cultivos, la planicie...
Una sartén sobre el fuego, unas verduras picadas en la tabla, una olla que deja escapar el vapor de su hirviente contenido. La rubia aliña una ensalada. Hay algo que sé, porque siempre me lo dice: a la rubia no le gusta comer sola. Sin embargo, le gusta cocinar. Le gusta el desfile de alimentos sobre la encimera, su transformación, el agrado con que el paladar del acompañante recibirá sus delicias. La rubia es generosa en cada gesto, en cada intención. La mesa de la rubia es un regalo. Por eso nunca le gusta comer sola. Aun así, hoy la rubia come sola. Y su mente está lejos de su mesa y de sus platos.
Si la tierra tuviera mandíbulas con las que triturar los cielos, seguramente se adivinarían en la cordillera que, orgullosa, se eleva sobre en el paisaje. Sus afilados colmillos apuntan a las mismísimas carnes azules que parecen querer devorar. Hace frío en la altura, pero el corazón se calienta con cada obstáculo superado.
Cuando la rubia lee y la miras, contemplas un eclipse de nariz y boca, que se convierten en portada de libro. Por encima, sus ojos se transforman en péndulo literario, recorriendo las líneas en un vaivén constante. De cuando en cuando, se detiene el péndulo brevemente y la mano pasa una página. O bien, retira un mechón dorado que se deja caer por encima del brillo de sus gafas. Su pierna izquierda cruzada sobre la derecha. Sin que se dé cuenta, puede pasar que la punta del pie se quede sujetando al zapato, que será mecido al ritmo que marque su tobillo. Cuánta emoción en este gesto. Cómo me muestra la intensidad de su lectura. Pero sin que la rubia lo sepa. Cuando el sol se apresura a ocultarse, los últimos estertores del día se cuelan por la ventana y traen brillos a su cabello, tiñéndolo del color y la luz de un bosque de arces en otoño.
Se ha vestido de luto el cielo por el ocaso del sol. Asoman tímidas las estrellas. De tan tímidas, llegan a ocultarse detrás de alguna nube camuflada en la negrura. Pero reaparecen curiosas. La fría serenidad de la noche confirma que la jornada llega a su fin. Se acerca la hora del reencuentro. Las luces de la ciudad lejana, ya en el horizonte, compiten con las abrumadas estrellas.
La rubia se ha quedado dormida en el sofá. Suena una música envolvente, que la arrulla en otro mundo al que ha despertado en sueños, lejos de este. Respira suavemente. Su cabello extendido sobre el cojín. Una manta cubre sus muslos. Te sientes estúpido al tratar de describir a la rubia cuando te inspira tanta ternura, cuando te regala tanta paz.
Y aquí ya, por fin, contemplo su quieto respirar, su dulzura, la fragancia de su presencia, que llena toda la habitación. Y de rodillas ante el sofá, como el devoto ante un altar, mi pensamiento vuela hasta sus sueños. Entonces, sé que se ha dado cuenta de que ya estoy a su lado, porque al abrir sus ojos me ha concedido el amanecer en la medianoche. Y todo el calor de su sonrisa, que encenderá besos sin fin en la madrugada.