“En toda circunstancia, sed agradecidos. Esto es el deseo de Dios para vosotros que creéis en Jesucristo”.
(1ª Epístola de San Pablo a los Tesalonicenses, cap. 5: 18)
En los Estados Unidos, la transición de octubre a noviembre y la de noviembre a diciembre están marcadas, respectivamente, por las fiestas de Halloween y el Día de Acción de Gracias. Normalmente, mucho se dice o se ve de la primera celebración; pero es más bien escaso el bagaje de recuerdos que deja la segunda. El jueves de la semana que terminó recientemente (en U.S.A. es el 4º jueves del mes de noviembre; en cambio, en Canadá se celebra el 2º lunes de octubre) se vivió este día-consagrado-al-agradecimiento y seguro que no ha contado con el bombo y platillo de las calabazas grotescamente decoradas. Tiene su lógica. A fin de cuentas, Halloween es una fiesta heredada de la cultura céltica y, por tanto, de tradiciones propias de otros lugares y anteriores a la fundación de los estados norteamericanos. Lo que han conseguido los U.S.A. es realizar una tremenda campaña de marketing (más bien: apropiación descarada) para que parezca suyo lo que no lo es. Por mí, se la pueden quedar. No tengo ninguna simpatía hacia Halloween, la Noche de Brujas, Víspera del Día de los Santos o como se la quiera llamar. Sinceramente, paso de este tipo de espiritismos o triunfo-de-los-muertos-vivientes en que se ha convertido esa fecha. Ni siquiera me parece respetuoso hacia los muertos hacerlos revivir como verdaderos monstruos. Recuerdo a mis muertos con gran afecto, los imagino tal cual eran cuando estaban llenos de vida, y no me apetece nada visualizarlos como zombis descarnados.
Por otro lado, el Día de Acción de Gracias sí que es una fiesta de tradición norteamericana (de la parte de Norteamérica al norte de Méjico, que también es Norteamérica, vaya). Posiblemente, ésta sea la causa de la poco profunda huella que ha dejado en el resto del mundo, a pesar de que también estemos saturados de contemplar cómo en series y películas estadounidenses se vea a las familias reunidas para ver desfiles y partidos de fútbol americano y para comer pavo y salsas de arándanos. Sin embargo, me parece que el contenido de la festividad sí que es de exportación recomendable. Atención, he dicho contenido, no forma. Mantener las formas de una fiesta hace posible que ésta se perpetúe en el tiempo, pero plantea la duda acerca de si merece la pena continuar una tradición que va perdiendo su sentido. Y, si no, que les pregunten a los descendientes de los indios Wampanoag. Para ellos, el agradecimiento de los descendientes de los Pilgrims del Mayflower se ha quedado en nada. De los dos grandes pilares que sostenían esa celebración, el uno se ventiló al otro.
Bueno, pero ¿por qué no ser más agradecidos? El refranero trata de bien nacidos a los que practican esa sana costumbre. La gratitud engrasa adecuadamente la maquinaria de las relaciones (familiares, laborales, de amistad...) y es imprescindible para evitar que ese motor acabe gripado. Todo lo contrario al resultado que se obtiene con la sequedad de una actitud exigente y severa. No sé, pero es posible que cada vez se estile más esa postura despótica que supone que nada hay que agradecer cuando alguien no hace sino lo que debe y, entonces, ¿qué mérito hay en ello para que se muestre agradecimiento? Ideal en un mundo de máquinas desprovistas de sentimientos. Ideal, también, en una sociedad cada vez más mercantilista, donde todo se traduce en servicios o mercancías que se compran o se venden, donde todo tiene su precio ineludible y exigible y donde no tiene cabida esa palabra, gracias, prima-hermana de gratis. Pero el agradecimiento verdadero (el que sale de las entrañas y no sólo de la boca) podría ser uno de los mejores antídotos contra los abusos, el maltrato y la violencia, tanto físicos como psicológicos.
Hay algo más que hace de la gratitud la mejor de las disposiciones para enfrentar la vida. Recuerdo (más o menos) la frase de un sabio hindú que decía: Doy gracias a las rocas que me encuentro al ir escalando la montaña de la vida. Porque, aunque a primera vista lo parezcan, no son obstáculos; son los asideros que me permiten alcanzar la cumbre. Si entiendo que las cosas que me van sucediendo en el transcurso de la vida puedo utilizarlas (incluso aunque a priori se me antojen negativas) para ganar experiencia, para mejorar, para perfeccionar y pulir lo que necesite ser abrillantado, no me dejaré hundir por los reveses que, sin duda, iré recibiendo. Hace poco, cuando hablaba de crisis, también me refería a esta actitud: la de aprender de cada tropiezo y crecer con cada dificultad.
No dejo escapar la oportunidad de agradecer a todos los lectores y comentaristas de este blog (que, a su vez, son también autores de otros blogs por los que me siento enormemente agradecido). No lo entiendo como una formalidad, sino como un auténtico deseo y una necesidad de reflejar todo el cariño que con su tiempo y dedicación me demuestran a lo largo de este camino.
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BENDICIÓN DE LA MESA (THANKSGIVING DAY)
Norman Rockwell, 1951
original: óleo sobre lienzo, 107 x 102 cm