(área de descanso nº 134)
Si me hubieras preguntado hace un par de décadas y media, te habría dicho que la regla de la cadena era la fórmula matemática que aplicábamos para calcular la derivada de una función compuesta. Pero es que hace dos décadas y media yo estaba cursando el BUP, con sus matemáticas y demás asignaturas de la rama de ciencias, y la expansión global de internet todavía estaba por producirse. Si me preguntas ahora por la regla de la cadena, diría que es algo así como la irresistible costumbre que tienen algunos de reproducir y transmitir un eslogan, frase o consigna por toda la red hasta que la frase de marras, de tan manida, se convierta en verdad incuestionable o en humo inservible (o en ambos). Con el tiempo, he ido desarrollando una resistencia inquebrantable a estas cadenas. Cualquier cadena que llega hasta mí suele morir ahí. Es posible que sea por mi natural tozudez y, por tanto, por el instinto de desobediencia que se me activa cada vez que me asalta un imperativo.
Chufla, chufla, que como no t'apartes tú... le decía el baturro en la vía al tren que se acercaba.
El efecto más notorio que me producen las cadenas es el gusto por el aislamiento. Y es el aislamiento lo que, al final, me lleva a estar desactualizado (felizmente desactualizado) de un montón de cosas.
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Hablando de estar desactualizado... Creo que se subestima el valor de la desactualización. No me parece que tal cosa sea una desventaja ni un inconveniente en los tiempos que corren, aunque sea precisamente esto lo que se piensa. Nos hemos hecho tan dependientes de tecnologías punteras y que apenas somos capaces de comprender (y aun menos de desentrañar) que, en caso de catástrofe planetaria o de quedar aislados en una isla desierta cual robinsones-de-los-mares-del-sur, nuestra supervivencia estaría muy comprometida. En ese caso, quienes más adaptados se mostrarían para la supervivencia serían todos aquellos que no hubieran perdido el contacto con una realidad más primitiva, más directa con el medio natural. Y tanto. Como en un retorno a las cavernas. Cuanto más cerca de la edad de piedra podamos desempeñarnos, un panorama sin internet, telecomunicaciones, comidas preparadas y situadas en los puntos de distribución, sistemas de transportes, artilugios de última generación, etcétera, sería lo más parecido a sufrir apenas una herida superficial.
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Hablando de lo superficial... Tengo que decir que me considero bastante superficial. Y ya sé que esta palabra está muy denostada, así que autoproclamarse superficial debe de sonar lamentable. Bueno, quizás no sea tan lamentable como reducir ciertas palabras a ser exclusivas portadoras de vicios o defectos, de acepciones peyorativas únicas, cuando en ellas caben cosas mucho mejores. ¿Acaso no sentimos también con la piel? ¿No sabemos apreciar una caricia que anide en nuestra corteza? He ahí otra forma de ser superficial.
Pero tampoco me refiero a esto, sino a algo diferente. Mi superficialidad está en mi gusto por caminar sobre las pieles de las cosas y de los conceptos, sin profundizar demasiado, para evitar quedar atrapado o perder una perspectiva global. Como viajero, no me queda otra opción. Si fuera un navegante del espacio y cada planeta que visitara decidiera recorrerlo hasta su núcleo, correría el riesgo de quedar desintegrado por las altas presiones y temperaturas. Y ahí acabaría mi viaje. Así que, a la espera de encontrar un interesante planeta en el que sucumbir, prefiero conocer mucho más del todo que me permita relacionar las partes, maravillarme con la perspectiva universal y sus conexiones, antes que especializarme en un solo aspecto concreto al que dedicarme de por vida. Como a la manera renacentista, salvando las distancias.
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Hablando de distancias... ¡Qué útiles son para dar sentido a algunas observaciones! Las distancias medias o largas, quiero decir. En las cortas distancias te implicas demasiado y acabas alterando el objeto de la observación. Algo así es lo que subyace en el principio de incertidumbre de Heisenberg. Si no hay implicación, se puede ser más objetivo (es decir, más personalmente subjetivo) y se extraen curiosas conclusiones...
Cuando observo a las personas en esa situación en que están enfrascadas en sus cosas corrientes y cotidianas, me parecen tan inofensivas, tan incapaces de provocar algún daño al resto de la gente, que vuelvo a recuperar la confianza en el mundo. Casi me cuesta creerlo, pero es así. Por eso me gusta observar. Como terapia. Para darme cuenta de lo normales, lo tan parecidos que son a ti y a mí, esos mis objetos de observación.
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Hablando de objetos... Me gusta ser el hombre objeto de la mujer que me ama con todo su corazón. Pienso que no podría recibir un mayor honor que este. No me incomodan en absoluto los posesivos, ni determinantes ni pronombres. No me produce inquietud ser el objeto de esa persona. Todo lo contrario.
Una amiga mía no comparte esta idea. Cuando yo estaba casado y le mencionaba las palabras
mi mujer, ella se incomodaba sobre todo por ese
mi. Y me largaba extensos alegatos acerca de lo pernicioso del concepto de posesión, de cómo desnaturaliza las relaciones y no sé cuántas cosas más. En fin, yo nunca me sentí en la necesidad de explicar el concepto que había detrás de la palabra. Nunca me paré a contarle que al decir
mi mujer me sentía yo más poseído por ella de lo que la consideraba a ella una posesión mía. No merecía la pena entrar en estas explicaciones sobre los posesivos. Y mucho menos después de la cantidad de veces en que la insistente amiga me decía que tenía que ir a
su dentista o que la tenía que ver
su ginecólogo o que tenía cita con
su peluquera.
Podría ser este un caso de doble moral, ¿quién lo sabe?
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Hablando de moral... Cuanto más leo las noticias, más me doy cuenta de que predomina en ellas una casta de personas para las que
moral tiene una sola acepción. Tú les dices
moral y ellos piensan en un árbol de la familia de las moráceas, de cinco a seis metros de altura, con tronco grueso y derecho, copa amplia, hojas ásperas, lanuginosas, acorazonadas, dentadas o lobuladas por el margen, y flores unisexuales en amentos espiciformes, separadas las masculinas de las femeninas, y cuyo fruto es la mora. Y nada más.
A muchos de estos especímenes de las noticias se les llama
ladrones de guante blanco. Pero si tuviera a mi lado a uno de ellos, yo no apartaría mi mano de encima de mi cartera, por si las dudas.
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Hablando de dudas... A veces cuesta decidir en qué se puede creer y en qué no. Es por el efecto de las mentiras colectivas. Piénsalo bien: si un montón de adultos se han puesto de acuerdo para engañar a sus propios hijos con personajes como
Papá Noël o el
ratoncito Pérez, ¿de qué no serán capaces tratándose de desconocidos? ¿Cuántos otros engaños de grueso calibre no habrá organizados en el mundo para tomarnos el pelo, no ya a niños sino a los mismísimos adultos?
Y no es tan difícil hacer correr estas mentiras colectivas. Mis padres me las contaron siguiendo la cadena que a su vez les llegó de los suyos, a estos de los suyos... y así hasta no se sabe cuándo.
No subestimemos el poder de la regla de la cadena.
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Por cierto, (f o g)' (x) = g'(f(x)) · f'(x)