lunes, 30 de abril de 2012

de lo extravagante

(área de descanso nº 178)
"Ese es tu problema, Bruce. Es el que tiene todo el mundo. Miráis al cielo y no hacéis nada".
(Morgan Freeman, es decir: Dios, en el film "Bruce Almighty", es decir: "Como Dios")

Con un post no tengo ni para empezar el prólogo de un tratado que abordara la cuestión, así que descarto esa idea y no me perderé en infinidad de pormenores.
"Cuanto más conozco a los humanos, más quiero a mi perro" dijo Lord Byron. Bueno, parece que fue Lord Byron, aunque la frase de marras ha aparecido sobre los nombres de Mark Twain, Diógenes de Sínope... e incluso de Adolf Hitler, refiriéndose a Blondie, su perra de raza pastor alemán. En una viñeta de Quino, Mafalda leía la frase en un periódico (la cita se atribuía a Diógenes) y se escandalizaba por la escasa calidad del periodismo: ¡la opinión del perro de Diógenes no aparecía por ninguna parte! Qué razón tenía la niña. Si nuestros peludos amiguitos pudieran opinar sobre nuestras incoherencias, contradicciones y extravagancias, seguro que lo que tuvieran que decir nos dejaría en muy mal lugar.

No sé si es que por efecto acumulativo ya me canta (y me cansa) la situación, pero asisto estupefacto al espectáculo del tropel de plañideras que puebla las redes sociales. Todo el santo día en una pura queja. Vale, que sí, que hay motivos (¡y muchos!), pero ya basta, ¿no? Si se puede hacer algo, hágase, porque a base de quejas no se arreglan las cosas. Perdemos la fuerza por la boca (o por las teclas).
Se podría hacer todo un catálogo de vestigios de esta coyuntura, pero hoy me quedo en dos.

El efecto Von Restorff:
En general, el efecto Von Restorff (nombre puesto en honor a Hedwig von Restorff), o también llamado efecto de aislamiento, supone que algo que destaca sobre un conjunto tiene más probabilidades de ser recordado que el resto de los elementos. Por eso se subrayan los libros o se crean hitos o alteraciones en listas, series, etc. Pero existe un caso particular en que se habla de efecto Von Restorff y es cuando un individuo manifiesta una tendencia a situarse en un modo de queja continua, para que sea mejor y más recordado que el resto. Hay gente así, de esos que siempre dan la nota porque están por sistema en contra de todo, personajes que pocas cosas constructivas tienen que aportar y prefieren quedarse en lo destructivo. Yo he conocido varios, seguro que tú también conoces ejemplares de esta pasta.
El drama para ellos es que ahora parece que quejarse va a ser la forma de pasar desapercibido y poner buena cara al mal tiempo la forma de destacar.

El síndrome Statler-Waldorf:
Si has visto alguna vez The Muppet Show, Statler y Waldorf son ese par de vejetes que siempre aparecen en uno de los palcos del teatro quejándose de las actuaciones. Tengo que reconocer que eran unos de mis personajes preferidos cuando veía esta serie. Su ocupación por excelencia consiste en abuchear, criticar y despotricar de cada uno de los números artísticos del show. Pero lo incongruente es que por más que carguen contra el espectáculo, allí siguen siempre presentes, episodio tras episodio, función tras función, temporada tras temporada, sin perder ripio. Se podría decir que son el arquetipo del troll, del tocapelotas de las redes que practica el no te soporto pero seré tu sombra por siempre jamás: criticar e insultar solo por el gusto de criticar e insultar. Estas especies también parecen alimentarse de energías negativas del averno que les dan fuerzas para mantener una posición anti-, que se desarrolla arrasando pero no edificando.
A manera de ejemplo, podría mencionar que se ha insistido en pedir encarecidamente que en facebook aparezca de una vez el botón no me gusta. Entiendo que su implantación haría que los no me gusta superaran con creces a los me gusta. Y me atrevería a apostar, porque ya nos vamos conociendo. Pero está claro: si no te gusta y no hay nada que puedas hacer, pasa de largo. Así de fácil.

Ay, si algún día nuestros perros nos miraran a los ojos y nos contaran lo extravagantes que podemos llegar a ser...

miércoles, 25 de abril de 2012

per aspera ad astra

(área de descanso nº 177)
"No echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen y volviéndose contra vosotros os despedacen".
(Evangelio de Mateo, cap. 7: 6)

Los griegos las llamaban margaritas (μαργαρίτης), aunque con la mención de esta palabra lo más corriente es que se piense en las flores. No tendría mucho sentido hablar ahora con detalle del proceso que lleva a la formación de las perlas, porque es algo muy conocido. Curiosamente, estas piedras preciosas no se extraen de ninguna mina (como las esmeraldas, los rubíes, los diamantes, los zafiros...), sino del interior de un ser vivo. Me asombró cuando de pequeñito me contaron eso de que una mota que se introduce en una ostra acaba convirtiéndose en una perla. Cuando soplaba el cierzo, recuerdo que muchas motas de polvo se me metían en los ojos y, todo lo más, me hacían lagrimear bastante. Imaginaba cada perla como una gran legaña redondita que les salía a las ostras, de tanto llorar a causa del dolor provocado por esa mota intrusa dentro de su concha, incapaces de quitársela. Poco a poco, iban cubriendo su aflicción con capas y capas de nácar, dando brillo y belleza a algo tan molesto. Per aspera ad astra: por el sendero áspero, hacia las estrellas. A nadie le gusta sufrir (bueno... masoquistas aparte), no es deseable el sufrimiento. Pero sí que se puede decidir qué hacer con el dolor cuando se presenta implacable de visita. Incluso hay quien consigue fabricar perlas.

En los años vividos, he conocido varias perlas. Sencillas, hermosas. Con brillo natural, no deslumbrante, pero sí muy atractivo. Personas que se han sobrepuesto a la adversidad y me han servido como ejemplo, aunque muchas veces lo siga a gran distancia. No soy tan resistente al desaliento. Me llama la atención, empero, que últimamente las veo más apagadas que nunca. Quizás haya averiguado la causa...
Algunas leyendas nos han contado historias de personajes poderosos y extravagantes, como Cleopatra o Calígula, que disolvían perlas en vinagre para bebérselas o para elaborar salsas para los platos de pescado o de lo que fuera. No sé cuánto hay de cierto en estas historias, pero sí que es cierto que el ácido acético del vinagre ataca al carbonato de calcio cristalizado de las perlas hasta disolverlas. Las perlas soportan muy mal los ambientes ácidos.
Y creo que esta es la causa de que tantas perlas estén en peligro de extinción. Después de soportar angustias, resulta que lo que se hace insoportable son los ácidos, los espíritus avinagrados que tanto proliferan por doquier. Y sería una lástima que seres tan emocionalmente improductivos, tan parcos en buenos sentimientos, llegaran a conseguir que toda esta belleza perlífera que ilumina infinidad de vidas quedara arrasada para siempre. Diluida en un mortal baño de ácidos.

viernes, 20 de abril de 2012

piropos

(área de descanso nº 176)
"La naturaleza exterior nos avergüenza: es de una serenidad desoladora para nuestro orgullo".
(Gustave Flaubert)

"Mad Men": Joan Holloway (Christina Hendricks)
en su aureola roja de piropos acumulados.
Galanterías, requiebros, halagos, cumplidos, lisonjas... Es decir, piropos. Etimológicamente, este término proviene de la antigua palabra latina pyropus, que hace referencia a una "aleación de cobre y oro, de color rojo brillante", que (a su vez) procede del griego [transliterado] pyropós, que significaba "de color encendido" o "con aspecto de fuego" y, principalmente, "de ojos de fuego". En definitiva, pyropós (palabra compuesta, resultado de la suma de dos sustantivos) puede significar "fuego en el rostro" (pyr, -de pyrós-: "fuego" y ops -de opós-: "cara") o incluso "enviar fuego con la mirada" (puesto que ops también se puede traducir como vista o mirada).
Parece ser que los galanes romanos regalaban rubíes (de color rojo fuego, es decir "piropos") a las mujeres a las que cortejaban, en señal de su pasión hacia ellas. Los que no podían permitirse ese gasto, se servían de palabras amables como arma para sus conquistas, con idéntico propósito: encender ese fuego que, tal vez, se vincule a la llama de las pasiones que van junto con el piropo.

Así las cosas, los piropos han llegado a levantar tanto rubores de recato, como bochornos de indignación, o incluso (en ciertos casos) desazones varias a causa de la vergüenza ajena. Todo depende del qué, quién, cómo, cuándo, dónde, etcétera. Como casi siempre.
Los piropos de los conocidos son los más valiosos. Sobre todo cuando son auténticos (que, lamentablemente, no siempre lo son). Muchas veces hacen referencia a cualidades que van más allá de lo físico y suponen un pequeño empujón de moral en el trayecto tantas veces árido de la cotidianidad. Cuando alguien aprecia a alguien y le dedica alguna palabra amable, su fin no es la típica conquista romántica, sino procurar placer a la persona querida. Así, por efecto de una magia desconocida (es decir, la química cerebral) la actitud parece mejorar y ciertas cualidades menospreciadas en una insensibilidad apática, pero ahora sacadas a relucir por alguien que enciende el fuego, se pueden utilizar para seguir remando en el torrente de la vida. Nunca viene mal.
Los piropos de los desconocidos son todo un mundo. Imposible apreciar en ellos cualidades más allá de lo que se puede percibir de una forma inmediata, porque no serían creíbles. No tendría sentido alabar el sentido del humor, la inteligencia o la bondad de una persona completamente desconocida. Otra cosa es elogiar su mirada, su sonrisa, su elegancia, o lo que se aprecie en una primera impresión.

Hace unos días, estuve pensando en esto de los piropos por un par de situaciones que, en pocos minutos, se cruzaron de forma casi divertida. Estaba con un amigo en un pequeño pueblecito donde unos familiares suyos terminaban de acondicionar una modesta vivienda. Él y yo nos sumamos a la fiesta y terminamos acometiendo varias tareas de bricolaje. En cierto momento, nos visitaron una prima de mi amigo con su hija: la madre, tres años más joven que yo, y la hija, recién estrenada su mayoría de edad. Saludos, besos, presentaciones... Nuestros anfitriones comentaron de las recién llegadas: "¡Si parecen hermanas...!" y resultó ser un cumplido para la madre. Sin embargo, yo pensé que el cumplido era para la hija, porque ya quisiera ella tener el brillo en la mirada que tenía su madre. Elogiamos constantemente la juventud como si fuera la virtud por excelencia, cuando es solo la virtud de haber nacido más tarde. Cierto es que la joven resplandecía en su frescura juvenil, pero ni así podía igualar a su progenitora en la belleza de todos esos años vividos y que daban a cada gesto, a cada rasgo, una apostura incomparable.
En fin, fuese como fuese, en poco tiempo estábamos saliendo hacia la ferretería del pueblo para adquirir algunos materiales que nos eran necesarios para rematar las faenas en que estábamos enfrascados. Llegamos, mi amigo y yo, por las indicaciones de nuestros anfitriones y el conocimiento del lugar que él tenía. Una vez allí, nos atendió una señora que se diría octogenaria. Sorprendente por su vigor. Dudaba ella si uno de los materiales que le pedimos lo tenía en el almacén, y lanzó un grito a la trastienda: "¡Madreeee!". En ese momento, nos miramos mi amigo y yo con los ojos muy abiertos y creo que tuvimos una conversación telepática:
- ¿Has oído eso?
- ¿Ha dicho "madre"?
- Creo que sí. Habremos entendido mal...
A los pocos segundos, salió una señora que casi parecía un clon de la dependienta e igual de vigorosa. Entre ambas resolvieron el asunto. Cuando salimos de la tienda, mi amigo, entre risas, me espeta:
- ¿Te has fijado? ¡Si parecen hermanas...!

Piropos. Pueden ser graciosos, pueden ser entrañables, pueden ser molestos. Pueden ser inoportunos, pueden ser motivadores, pueden ser aduladores. Pueden ser dichos con muchas intenciones y propósitos... Empero, por encima de todos, el mejor que he escuchado en mi vida, el que más hermoso me ha parecido, el que de verdad me ha puesto fuego en el cuerpo, es este:


(y solo sirve si se dice de verdad de la buena, por supuesto)

domingo, 15 de abril de 2012

"el autor debería morirse..."

(todavía parado en la carretera)

Estos días he recibido algunas preguntas acerca del relato que publiqué aquí mismo el martes pasado (¿habrá segunda parte? ¿de qué se ha muerto? ¿qué le han dicho por teléfono? ¿...?). Sin embargo, yo esperaba recibir más respuestas que preguntas. Lo escribí como "relato-experimento" para pulsar las reacciones de los lectores ante un concepto como el de la muerte, abierto a tantas consideraciones distintas.
Si a mí se me ocurriera dar interpretaciones a lo que escribí, estaría incurriendo en uno de los peores errores cuando se publica algo. Una narración escrita para uno mismo, y que no sale más allá de la propia esfera, queda ya agotada en interpretaciones: las del propio autor en exclusiva. Pero en el momento en que se publica, el relato no debe terminar con el punto y final del texto, sino que continuará en las lecturas y significados que los lectores quieran (y deban) darle.

Estas cosas rondaban mi mente cuando, en mi afición de re-lector, volvía a un texto muchas veces transitado (me apasiona releer: cuando leo cosas nuevas descubro nuevos mundos, nuevos conceptos; pero cuando releo me descubro a mí mismo, la forma en que mi pensamiento va evolucionando). Se trata de la novela de Umberto Eco "El nombre de la rosa" y ciertos comentarios que él mismo escribió tiempo más tarde de su publicación, después de ser interrogado por algunos lectores sobre el porqué de un título como ese para el libro.
No hará falta decir que lo que escribo en el blog está a decenas de miles de años-luz de obras tan memorables como la que acabo de citar. Tanto en intención, como en calidad, como en extensión, como en tiempo y medios invertidos, como en repercusión y alcance, etcétera. Pero también es cierto que, aunque solo se trate de una forma de divertirme, me gusta dar lo mejor que pueda de mí mismo en cada escrito. No creo que solo deba aplicar la etiqueta de tarea-realizada-con-dedicación-y-satisfacción al trabajo profesional. Se es lo que se vive y cómo se vive, no solo lo que se hace a cambio de un salario.
Una vez, unos amigos nos reunimos para jugar una partida de un juego de mesa. En aquella ocasión, tuvimos la visita de otro amigo de uno de nosotros y lo invitamos a participar. Pero resulta que demostró tan poco interés por las estrategias y tácticas que debía aplicar para ganar la partida, que aquella sesión llegó a ser decepcionante. En cualquier juego entre simples aficionados, tratar de ganar hace más interesante la partida. Al final, no importará mucho ganar o perder, pero todo habrá sido más brillante si se ha jugado para ganar, limpiamente. ¿Por qué digo esto? Porque también creo que si me pongo a contar algo, pero no trato de hacerlo lo mejor que pueda (aun siendo un mero entretenimiento), resultará decepcionante. Para mí, en primer lugar, y también para los lectores.

Cito ahora las palabras de Umberto Eco:

El narrador no debe facilitar interpretaciones de su obra, si no, ¿para qué habría escrito una novela, que es una máquina de generar interpretaciones? Sin embargo, uno de los principales obstáculos para respetar ese sano principio reside en el hecho mismo de que toda novela debe llevar un título.
Por desgracia, un título ya es una clave interpretativa. [Y esto es algo en lo que yo estaba pensando cuando tuve que poner un título al relato... No se podían dar pistas que coartaran la capacidad del lector para llegar a construir su propia historia. Descarté, por tanto, el título "punto de inflexión", porque me parecía que condicionaba demasiado desde el principio] (...)
El título debe confundir las ideas, no regimentarlas.
Nada consuela más al novelista que descubrir lecturas que no se le habían ocurrido y que los lectores le sugieren. (...)
El autor debería morirse después de haber escrito su obra [Es evidente que me he servido del comienzo de esta frase para poner título al presente post]. Para allanarle el camino al texto.
.
El autor no debe interpretar. Pero puede contar por qué y cómo ha escrito. (...)
En 'La filosofía de la composición', Poe nos cuenta cómo escribió 'El cuervo'. No nos dice cómo debemos leerlo, sino qué problemas tuvo que resolver para producir un efecto poético. Por mi parte, llamaría efecto poético a la capacidad que tiene el texto de generar lecturas siempre distintas, sin agotarse jamás del todo.

Después de todo esto, ya solo me queda decir que espero que cada cual, desde su estado de ánimo, su cosmovisión, o lo que prefiera, haya dado una interpretación a esa muerte en el coche: morir para otra persona, dejar de pertenecer a su vida... quizás un nuevo comienzo... el final de una existencia arrastrándose para empezar con una nueva vida (para empezar una nueva vida, antes hay que morirse a la antigua)... o todo lo contrario: el comienzo de una pesadilla... más todavía: el último final, el final de todo.
Nadie más que tú podrá saber cuáles fueron exactamente las palabras (ni sus sensaciones, sus efectos, la conmoción de sus huellas) que el protagonista anónimo escuchó en medio de la noche, sentado en su vehículo, en la cuneta de una carretera.

martes, 10 de abril de 2012

solución de continuidad

(área de descanso nº 175)
"Mucha gente muere con su música todavía en ellos.
Con frecuencia es porque siempre están listos para vivir.
Antes de que lo sepan, el tiempo se acaba".
(parece ser que esto lo dijo alguna vez Oliver Wendell Holmes)


Se despierta por la mañana sin saber que este será el día de su muerte. Desprevenido, abre los ojos perezosamente al nuevo día. Se levanta con esfuerzo y camina hasta el cuarto de baño arrastrando los pies descalzos. También arrastra problemas no resueltos, que durmieron en la noche como sueños turbulentos y que ahora, en la vigilia, también se despabilan para acompañar la jornada. El rostro que le devuelve el espejo, encima del lavabo, es el de un hombre que este mismo día morirá. Y él aún no lo sabe.
Desayuna, pero no es el alimento lo que lo matará. Sale a la calle, pero tampoco será ningún asesino demente, ni cualquier objeto pesado que se desplome sobre él, ni un autobús que arrolle su cuerpo, lo que va a acabar con su vida. Todavía no es el momento. Será hoy, pero aún no.
La jornada transcurre anodina. No ha dispuesto preparativos para lo que se avecina, puesto que se ignora que hubiera que hacerlos. Uno sabe que no vivirá para siempre, pero evita pensar que este puede ser el último día. Y hoy lo es. Aunque él no lo sospecha.
Pasan las horas y se aproxima el momento.

Llega la noche. Sube a su vehículo para un breve viaje: en una media hora llegará a su destino. Debe tomar una carretera secundaria, de trazado muy sinuoso. Ha llovido casi toda la tarde y, aunque ya ha cesado, el asfalto sigue encharcado. El vehículo avanza y la luz de sus faros patina sobre la deslizante superficie cubierta por un leve manto de agua, alumbrando ahora una curva a la derecha, ahora una a la izquierda... En el cielo, la capa de nubes que parecía impenetrable hace unos minutos se ha ido desgarrando en ciertas zonas. Por un claro abierto, una pálida luna se asoma al paisaje envuelto en tinieblas. Como si se tratara de un presagio fúnebre, al encender la radio del coche, en el programa de música clásica de la emisora sintonizada está sonando Lacrimosa del Réquiem de Mozart. El conductor dirige una mirada al rostro fantasmal que, habiendo vencido a las nubes, ahora domina el cielo nocturno.
En ese instante, el timbre del teléfono móvil sacude su mente y lleva su mirada desde los cielos hasta el lugar en que ha depositado el aparato, cerca de la palanca de cambios. No quiere apartar la vista de la carretera, pero de reojo contempla la pantalla resplandeciente. No es capaz de ver quién llama.
Intenta atrapar el teléfono, a ciegas, pero lo impide una curva que exige que ambas manos estén al volante cuando otro vehículo se cruza en la vía. Un pequeño susto. Curvas y timbres aumentan el azoramiento...

Empero, no sobrevendrá la muerte por el infortunio vestido de curva traicionera, de asfalto mojado o por una imprudencia al volante. No va a ser de ese modo.
Se decide a parar en la cuneta, en un breve tramo recto de la carretera, para atender el teléfono que todavía suena. Remitente desconocido. Responde a la llamada, llevándose el aparato a la oreja. Palabras, palabras, palabras...
Y allí mismo, en la cuneta de la carretera sinuosa, sentado en su vehículo, llega el momento de la muerte.
Como si fuera un revólver con el cañón posado en la sien, el teléfono dispara una bala de palabras que penetra en el cerebro, ahondando más y más, hasta acabar con su vida.

domingo, 1 de abril de 2012

las cenizas y el fénix

(recordando un paisaje)
Sur ta si petite planète, il te suffisait de tirer ta chaise de quelques pas. Et tu regardais le crépuscule chaque fois que tu le desirais...
- Un jour, j'ai vu le soleil se coucher quarante-trois fois!
Et un peu plus tard tu ajoutais:
- Tu sais... quand on est tellement triste on aime les couchers de soleil...
- Le jour des quarante-trois fois tu étais donc tellement triste?
Mais le petit prince ne répondit pas.
(Antoine de Saint-Exupéry, Le Petit Prince, c.VI)


Aquello fue amor a primera vista, sin duda.
Era octubre de 1986. Aprovechando una fiesta local, un grupo de amigos pensamos que sería una gran idea pasar la jornada pegándonos una buena caminata en algún lugar lejos de la ciudad. El paraje elegido fue el de las fragas del Eume. Yo nunca había estado allí, ni siquiera había oído hablar del sitio antes de ese momento (prácticamente recién llegado al nuevo destino vital), y me pareció bien una aventura en terra incognita. Así que, en aquella mañana, tomamos un tren que nos llevó de Coruña hasta Pontedeume. Llegados a la estación de Pontedeume, comenzó nuestro día de caminar y caminar rumbo al monasterio de Caaveiro, situado en el corazón de aquellos bosques. Inolvidable excursión, con instantes de refrigerio (a base de bocatas) reposando en las ruinas del monasterio. Caminamos decenas de kilómetros, ida y vuelta, en que mi ser entero se fue impregnando con las esencias de un lugar realmente maravilloso.
Numerosas veces he vuelto a aquel locus amoenus, buscando paz, buscando sosiego, buscando reposo, buscando maravillarme una vez más. Y siempre he encontrado lo que buscaba. Me he hecho árbol, agua del río, puente, piedra de monasterio, roca en el camino, aire fresco. He leído páginas y páginas mientras recorría los senderos. He grabado en mi retina y en mi mente las singularidades de aquel paisaje, su personalidad, sus formas, su luz, sus sonidos. Incluso he plantado algún árbol en medio de aquellos otros árboles. En realidad, me acabé plantando a mí mismo en medio del fascinante bosque, me hice parte de todo aquello. Lo sé, porque en ocasiones sigo sintiendo la llamada desde lo lejano. Una vez que puse mi pie allí, ya nunca me fui del lugar. Algo de mí permanece ya para siempre en este verde hábitat.

Cada vez que el fuego ha incinerado parte de esos bosques, se retuercen mis tripas con el dolor abrasador de la hermandad calcinada y arde también dentro de mí una rabia incontenible contra la estúpida furia pirómana. Malditos intereses, maldita insensatez, maldita locura destructiva.
Ayer, volvieron las malas noticias. Muy malas. Un incendio de enormes proporciones está devastando las fragas del Eume. Un incendio provocado, otra vez. Las crónicas hablan de 750 hectáreas arrasadas, según las estimaciones provisionales. 750 hectáreas... Imagina la superficie de una vivienda de 100 m², y entonces estaremos hablando de 75.000 viviendas una a continuación de otra. Todas esas viviendas, llenas de recuerdos perennes, de experiencias atesoradas, de días espléndidos, de enormes deleites... todas ellas sacrificadas al fuego por la acción de un puñado de desaprensivos.

Hoy me faltan palabras y me sobra tristeza y enojo. Siento como si hubiera perdido para siempre una parte de mí mismo. Ese macroorganismo, aunque se comportara como un ser cambiante (como todo ser vivo, natural), llegó a ser familiar para mí, una presencia constante. Fui conociendo las cortezas de sus árboles, la altura de sus copas, el murmullo de sus aguas, el reflejo de la luz en la tierra, el musgo y los líquenes sobre las rocas, el olor del aire... Quizás todo eso ya solo sea un recuerdo.
Cuando solo veo cenizas, quiero creer que resurgirá el Fénix, pero ahora no soy capaz de verlo. Me nubla la humareda desprendida por un fuego que todo lo abrasa en su frenético avance, un fuego que no comprende que hay cosas sagradas que no debería atreverse a lamer con sus ardientes lenguas.
Hoy estoy muy triste. Ni cuarenta y tres puestas de sol servirían...

"Si desaparecieran todos los insectos de la tierra, en menos de 50 años desaparecería toda la vida.
Si todos los seres humanos desaparecieran de la tierra, en menos de 50 años todas las formas de vida florecerían".
Jonas Edward Salk (Nueva York, 28 de octubre de 1914 - La Jolla, 23 de junio de 1995)