miércoles, 30 de junio de 2010

alea iacta est

(94ª parada)
"Jesús le dijo: Nadie que haya puesto su mano en el arado y mira hacia las cosas de atrás, es idóneo para el reino de Dios".
(Evangelio de Lucas, cap. 9: 62)

El dado ha sido lanzado. Suetonio nos cuenta que éstas fueron las palabras que Julio César les soltó a sus tropas en el momento de cruzar el río Rubicón. Era un antes y un después. El después suponía la rebelión contra la autoridad del Senado Romano y el estallido de la guerra civil contra los pompeyanos.
Evitando los latines, en castellano tenemos otra expresión similar: Quemar las naves. No es necesaria explicación, todo el mundo entiende lo que quiere decir. En su sentido más literal, se trata de la eliminación de cualquier medio que permita una deserción o una retirada. Al parecer, en el año 335 aC, Alejandro Magno arribó a las costas de Fenicia con un potente ejército; pero se vio en la situación de tener que enfrentarse a un enemigo que lo triplicaba en número. Ante la desmotivación de sus tropas y la prematura derrota psicológica, Alejandro tuvo la ocurrencia de pegar fuego a todos los barcos una vez que los soldados hubieron desembarcado. Mientras sus hombres contemplaban la cremación de la flota, supongo que Alejandro los arengó con palabras tan calientes como el fuego que consumía madera y velámenes, y les aseguró que la única forma de volver a casa sería a bordo de los barcos capturados a sus enemigos.
Hay otros sucesos que también se vinculan a esta afición pirómana contra las propias naves. El más famoso de ellos es el ocurrido en la playa de San Juan de Ulúa. Corría el año 1519 y se cuenta que Hernán Cortés, en su aventura mejicana, ordenó quemar sus barcos para que sus hombres no pudieran volverse a Cuba. En realidad, no fue esto lo que sucedió, sino que Cortés hizo hundir las naves barrenándolas para que se escoraran. Diferente método, pero el mismo resultado.

Quemar las naves es la forma de apaciguar la tormenta que ruge en la mente cuando hay un sinfín de posibilidades disponibles y la capacidad de elección se agota en un interminable devanar el ovillo. Es forzar una escapada hacia adelante. Es atravesar un puente que sólo se puede cruzar una única vez, por ser puente unidireccional: de ida pero no de vuelta. Es una forma de pasar a través de un espejo: aquí se ve el reflejo, pero más allá ya no existe ningún reflejo. Es reducir el camino a una sola posibilidad: victoria o derrota, en una valiente (a veces temeraria) caída al abismo. Con un paracaídas como todo equipaje, se da el salto del que ya no hay posibilidad de marcha atrás.
Como si se tratara de una partida de naipes, es el momento de poner las cartas sobre la mesa y revelar el juego. Mostrarlo sin tapujos ni medias tintas. Es el acceso a una realidad diferente, donde se conoce de forma diferente, donde la palabra pronunciada ya no puede volver a la boca de la que salió, donde la marca de las nuevas huellas se torna indeleble, donde los hechos tienen repercusiones decisivas. Una realidad a la que se llega apostando todo un presente para conseguir un futuro de todo o nada. Sin la posibilidad de retroceder al sosiego de una posición segura, a la trinchera excavada en el tiempo de la indecisión.
Quemar las naves es la aventura cotidiana en el viaje de la vida. Es la materia con la que se acaban construyendo las relaciones entre las personas...

Y a propósito de quemar y de relaciones humanas, pensaba hace unos días, mientras terminaba mi comida al aire libre en un radiante mediodía de comienzo de verano, que he conocido a mujeres que son como el sol. Es una delicia quedar expuesto a sus caloríficos rayos, contemplar cómo iluminan el día de forma apacible y recibir con agrado su energía. Pero también compruebas que si te acercas demasiado te acabarás quemando y llegas a adivinar que sus llamaradas tienen el poder de destruir tus propias naves.