(77ª parada)
“Había en esa ciudad un hombre muy rico llamado Zaqueo, jefe de los cobradores de impuestos, que quería conocer a Yeshúa.
Pero no podía verlo a causa de la multitud, porque Zaqueo era de baja estatura”.
Pero no podía verlo a causa de la multitud, porque Zaqueo era de baja estatura”.
(Evangelio según Lucas, cap. 19: 2-3)
Si yo quisiera criticar la arquitectura de Peter Einsenman o de Frank Gehry (por ejemplo), ni destacaría el gusto por lucir pajarita de uno ni la enorme nariz del otro. Hay mejores argumentos. Si yo quisiera criticar la política de Aznar o de Zapatero (por ejemplo), no haría referencia ni a bigotes ni a abdominales, ni a parecidos con famosos humoristas británicos. Hay mejores argumentos. Si yo quisiera criticar la labor periodística de Jiménez Losantos (por ejemplo), nunca aludiría ni a su característica dislalia ni a otros rasgos de su fisonomía. Hay mejores argumentos.
Podría seguir, pero creo que está clara la idea que quiero destacar. Normalmente, he considerado una vileza que alguien se ensañe en cuestiones físicas de una persona, o en otras de similar rango (que, precisamente, no se pueden elegir: vienen 'de fábrica'), para denigrar aspectos de su actuación personal que nada tienen que ver con aquéllas (y que sí se eligen: éstos no vienen 'de fábrica', se fabrican). Es una forma ventajista de atacar a alguien, porque se lanza el dardo en la dirección en que el agredido es absolutamente incapaz de defenderse. ¿Acaso Zaqueo (el del texto introductorio) tenía la culpa de ser bajito? Ese defecto suyo hacía que recaudara montones de ácidas burlas de sus conciudadanos de Jericó, cuando el tema de fondo (y principal) era su colaboracionismo con el invasor romano. Si Zaqueo hubiera sido alto y fuertote hubiera sido igualmente odiado por su condición de publicano, pero habría escapado a una atmósfera de escarnio injustificado. Quien, por ejemplo, padezca a un jefe inepto podrá desahogarse llamándole (no a la cara, por supuesto, que no están los E.R.E.s para bromas) cosas como calvorota barrigudo o qué sé yo. Pero en el convencimiento de que ni la alopecia ni la obesidad son las causas de su ineptitud. He conocido a calvos y a gordos que son todo un portento.
Tenemos un problema cuando sentimos tal aversión por alguien que demonizamos todo lo que es o representa esa persona. Es difícil que alguien encarne el mal al 100%. Igual que es difícil todo lo contrario. Recuerdo una anécdota que me contaron hace mucho de una ancianita que siempre tenía algo bueno que decir de cualquier persona, por poco merecedora que se la considerase de un elogio. Una vez, alguien le espetó: “Usted sería capaz de decir algo bueno hasta del mismísimo diablo”. La viejita, pensativa, le responde: “Bueno, debe de tratarse de alguien con la virtud de una constancia inquebrantable, porque ir por ahí siempre haciendo el mal sin cansarse…”.
Denigrar cada aspecto de quien no goza de nuestra simpatía es negar la posibilidad de reconocer algún mérito en cualquiera de sus acciones. Lo cual es de una cerrilidad recalcitrante. Y es también una muestra por parte del denigrante de que su juicio antepone los propios apasionamientos a una argumentación razonada. Insano ejercicio mental.
Como muestra de este tipo de actitudes, que tan necesario es desterrar de la práctica de las artes, de la política, de la ciencia y de cualquier otra actividad humana, me viene a la mente una fábula de Tomás de Iriarte con la que ir concluyendo esta breve parada veraniega.
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El cuervo y el pavo
Cuando se trata de notar los defectos de una obra, no deben censurarse los personales de su autor
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Cuando se trata de notar los defectos de una obra, no deben censurarse los personales de su autor
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Pues, como digo, es el caso
(y vaya de cuento)
que a volar se desafiaron
un pavo y un cuervo.
Al término señalado
cuál llegó primero,
considérelo quien de ambos
haya visto el vuelo.
«Aguárdate -dijo el pavo
al cuervo de lejos-.
¿Sabes lo que estoy pensando?
Que eres negro y feo.
Escucha: también reparo
-le gritó más recio-,
en que eres un pajarraco
de muy mal agüero.
¡Quita allá, que me das asco,
grandísimo puerco!
Sí, que tienes por regalo
comer cuerpos muertos».
«Todo eso no viene al caso
-le responde el cuervo-,
porque aquí sólo tratamos
de ver qué tal vuelo».
Cuando en las obras del sabio
no encuentra defectos,
contra la persona cargos
suele hacer el necio.
Pues, como digo, es el caso
(y vaya de cuento)
que a volar se desafiaron
un pavo y un cuervo.
Al término señalado
cuál llegó primero,
considérelo quien de ambos
haya visto el vuelo.
«Aguárdate -dijo el pavo
al cuervo de lejos-.
¿Sabes lo que estoy pensando?
Que eres negro y feo.
Escucha: también reparo
-le gritó más recio-,
en que eres un pajarraco
de muy mal agüero.
¡Quita allá, que me das asco,
grandísimo puerco!
Sí, que tienes por regalo
comer cuerpos muertos».
«Todo eso no viene al caso
-le responde el cuervo-,
porque aquí sólo tratamos
de ver qué tal vuelo».
Cuando en las obras del sabio
no encuentra defectos,
contra la persona cargos
suele hacer el necio.