martes, 27 de septiembre de 2011

tres son multitud

(área de descanso nº 149)


Es una habitación de gruesos muros de hormigón armado, cascarón grisáceo, a veces búnker y a veces mazmorra. Es un juego de alas de pájaro batiendo hacia alguna parte, surcando un aire inmaterial hacia un distante horizonte de bosques, montañas o nubes. Es una mirada sin ojos, una palabra sin boca, un beso sin labios, una caricia sin manos. Es un punto perdido en un cielo ciánico, una forma imaginaria y cambiante, un garabato pintado con el pensamiento en el lienzo celeste. Es una lágrima escurrida y su reguero salino. Es un pesar en los párpados. Es una alegría sin motivo.
También es una hilera de pasos que no conducen a ninguna parte y una hilera de pasos que conducen al lugar preciso en que sucede nada o en que sucede todo. También es el rayo de un sol de invierno, que apenas es capaz de calentar el cuerpo pero que se curva como una sonrisa. También es la melodía que no invita a la danza y el terremoto que no se puede percibir en los pies. También es el abrazo del tronco del árbol convertido en banco en que reposar.
Es el silencio pétreo y plomizo que retumba en las paredes de mi mente. Es el hueco entre las palmas de las manos, unidas para atrapar la nada. Es el soplo a una semilla que volará hasta la tierra. Es la red de caminos que la lluvia deja en el mapa del vidrio de la ventana, dibujando barrotes en una celda en penumbra. Es el mismo aire que sabe distinto, gélido o sofocante, con un aroma de extraña libertad, apurado sorbo a sorbo, bocanada a bocanada. Es la multitud sin rostros, el desfile de autómatas, la fiesta de los maniquís.
Es la visión de la arena cayendo de mano a mano, un reloj de arena improvisado en cualquier playa besada por lenguas del mar.
Es el sonoro murmullo del río, quejándose por tener que pasar raudo, deslizándose sin pena ni gloria.
Es la pérdida de tu nombre en algún rincón de la memoria, con sus letras desencajadas.
Es el desgarro en la brizna de viento que no sabe peinar cabellos.
Es la nostalgia del olvido.
Es la soledad.

Me encuentro contigo en tantos lugares... Entre la muchedumbre, a la orilla del río, en la serena playa, hojeando un libro, paseando al atardecer, incluso esperándome cuando llego a casa.
Qué difícil resulta abandonar tu constante compañía.
Pero hoy eres tú quien me deja por otro.



viernes, 23 de septiembre de 2011

horizonte sin horizonte

(área de descanso nº 148)
"O Lord, Thy sea is so great
and my boat is so small".
(The Breton Fisherman's Prayer)

Desde el puerto de la ciudad se puede ver, de cuando en cuando, la incruenta estampa de caza de una jauría de pequeños remolcadores lanzados a la captura de la enorme mole de un buque que se aproxima pesadamente en la bahía. Al observar una nave tan descomunal ya atracada en la seguridad de los muelles, uno piensa que lo natural sería experimentar cierta tranquilidad al embarcarse en ella. Sin embargo, cuando se percibía el navío lejano, como un equilibrista caminando sobre la línea del horizonte, antes de entrar en aguas libres de peligro, la inmensidad del océano lo convertía en un diminuto y frágil juguete a merced de sus caprichos.
Absorto en esa vastedad azul grisácea, me da por pensar en antiguos lobos de mar que atravesaron corrientes furiosas de aguas saladas, tripulando auténticas cáscaras de nuez. Me da por pensar en la valentía del primer marino que decidió horadar un tronco o juntar unos tablones anudados o idear la forma de propulsar una precaria embarcación con la que aventurarse temerariamente hacia destinos ignotos, más allá de la línea que separa el cielo del océano. Valientes campañas respaldadas por motivaciones románticas en algún caso, o por la simple ambición de conquista y expolio de nuevos territorios, en muchos otros casos.

Y aquella no fue más que una primera etapa en la exploración de horizontes. Nuestros mares (igual que antaño) siguen siendo indómitos, siguen siendo tumba salada de desafortunados marineros, pero una nueva generación de intrépidos exploradores apunta hacia un horizonte distinto: un horizonte sin horizonte. Un destino sin línea de separación entre suelo y cielo, puesto que todo es cielo. Pero, igualmente, un destino sin destino.
Es un sueño lejano, un sueño que parecía inalcanzable. La humanidad siempre ha dirigido su mirada hacia los cielos, ha contemplado noches estrelladas, ha catalogado, nombrado, contado, escrutado, en la medida de lo posible, cuantos astros estuvieran a tiro de su mirada. A simple vista, con catalejos o con telescopios más o menos sofisticados. Se ha extendido en sueños, alimentados por la ciencia-ficción, de colonizar mundos más allá de límites que no se supo cómo traspasar. Y aún permanecemos en la terca ignorancia de cómo hacer posible en realidad lo que solo parece posible en la imaginación.
Recordando series y películas de la infancia y de la adolescencia, compruebo que el sueño se dilata en el tiempo. El año 1999 quedó atrás, también el 2001. Y apenas nos hemos despegado de nuestra vieja Tierra: un leve pisoteo a la inhóspita Luna (pisoteo que incluso es puesto en duda por escépticos contumaces), algunos paseos por la órbita planetaria y, para completar el bagaje, otros artefactos no tripulados que merodean por el vecindario próximo, a distancias no mayores que unos cientos de millones de kilómetros. Más allá, la fría oscuridad del espacio profundo y su no-horizonte inexplorado. Un espacio demasiado grande para unas empresas demasiado reducidas...
Y, sin embargo, quien contempla nuestro hogar desde fuera dice que el cambio de perspectiva sobre nosotros mismos (respecto de la constante mirada: los conflictos que nunca terminan, las visiones claustrofóbicas y mezquinas sobre quiénes somos, las miras estrechas con el resto de congéneres e incluso con las demás especies y riqueza de nuestro mundo), ese diferente y nuevo modo de contemplar la realidad, resulta regenerador.

Los hombres de ciencia, además, comienzan a apremiar con la necesidad de abandonar esta nave nodriza que orbita alrededor del Sol. Por muchos motivos: la extinción de recursos que garanticen la supervivencia de nuestra especie, las crisis climáticas que amenazan con severas catástrofes, la destrucción planetaria (por efecto de la actuación humana) que ya parece irreversible... Estos son motivos a corto-medio plazo, pero aún hay alguno más que tener en cuenta a largo plazo, en un futuro muy muy lejano. Conocemos la predicción de que nuestro planeta llegará a ser devorado por el Sol, cuando este vaya agotando su propio combustible y devenga en gigante roja o algo por el estilo... Demasiado lejano, sí, pero no deja de ser una amenaza para la supervivencia de nuestra especie. Hay quien se apostaría todos los caramelos del mundo a que antes ya nos hemos liquidado entre nosotros, sin intervención ajena. Sin embargo, científicos como Stephen Hawking han dejado páginas escritas acerca de una evolución en la especie humana para adaptarse a esos eventos futuros. Se trata de una transformación que permita desintegrarnos en otros seres nano-robotizados, pero conservando la esencia de lo que es estrictamente humano. Es el único modo de que podamos viajar a remotísimos lugares separados de nosotros una gran cantidad de años-luz sin perecer en el intento. En fin, a mí también me suena a ciencia-ficción, pero es lo que hay.
De momento, me conformaría con que supiéramos conservar y estimar lo que tenemos y somos, y el espléndido planeta en que vivimos.

La Tierra ha sido considerada desde siempre como el hogar por antonomasia de la Humanidad. Empero, si nuestra especie desarrollara las adecuadas habilidades para la exploración del horizonte sin horizonte, una identidad tan asumida como aquella dejaría de tener sentido en lejanísimos tiempos futuros.


jueves, 15 de septiembre de 2011

la otra invasión z

(área de descanso nº 147)


No sé ni cómo describir este horror repentino...
Los zombis ya están entre nosotros. Eso sí: no son agresivos, no atacan, no hacen ruido. Los puedes dejar en una silla sentados y te puedes olvidar de ellos el resto del día (es recíproco). Unas joyas.
La invasión comenzó poco a poco, desde los sujetos más tecnofanáticos (acuñemos nuevas palabras, que tiemble la Real Academia), pasando por los enterados, los que siempre están a la última, los esnobs (estos no se pierden ninguna oportunidad de ser infectados por lo que sea), hasta llegar a cualquier individuo fácil de ser captado por la plaga. Y ahí los tienes: desvanecidos en su propio mundo, ajenos a todo lo que sucede a su alrededor...

El viernes pasado fui testigo de un espectáculo que me hizo tomar conciencia de que el problema puede ser de altos vuelos. Nos encontrábamos unos amigos celebrando el cumpleaños de B. Pero, de repente, comprobamos que algunos de los presentes habían caído en un trance que los mantenía apartados del resto de las conversaciones, de las risas, del jolgorio. Incluso habían dejado de comer y de beber. Mantenían los ojos perdidos en una diminuta superficie brillante y los dedos golpeteando la delgada cajita que sostenían en sus manos. Allí mismo, aifones y blacberris en ristre, habían sucumbido al hechizo de la llamada zombi.
Así permanecieron por horas, con escasos intervalos en que retornaban a una lucidez pasajera (demasiado pasajera).
Afortunadamente, pude comprobar que esos arrebatos zombis no anulan todas sus capacidades:
Mantienen la facultad de farfullar alguna frase medio coherente mientras teclean. También son capaces de caminar (aunque sea arrastrando los pies y a ritmo muy lento) al tiempo que permanecen con la mirada y las manos ancladas en sus maquinitas. Pueden obedecer alguna muy sencilla orden, siempre que se emita de la forma más estructurada, clara y precisa que sea posible (y si es con un volumen de voz elevado, tanto mejor).

En fin... no sabemos si se encontrará una cura para la plaga. De momento, más personas van cayendo contagiadas por esta peculiar invasión Z. Pero quién sabe si un día, antes del hallazgo de ese remedio milagroso, no seré yo mismo a quien le toque vivir como un zombi más, desleído en un mundo de bits, un mundo obsesionado con las telecomunicaciones pero que ignora el valor de las pericomunicaciones...

Hubo un tiempo feliz en que yo tuve amigos. Hablaba y reía con ellos.
Quizás algún día vuelvan, como las oscuras golondrinas.

domingo, 11 de septiembre de 2011

diez años, once ese

(parado diez años después)

El 9, el 11 y la S han quedado para siempre como una huella sobre la piel de la humanidad. Es el símbolo de la cicatriz real que pervive en Manhattan 10 años después. Que a su vez es una representación de otra cicatriz más amplia y de dimensiones que nos sobrepasan...
Parece inevitable que la sola mención del jeroglífico 11S evoque la imagen de dos enormes chimeneas prismáticas humeando hacia el cielo neoyorquino, o que vuelva a traer a la memoria la estampa de dos esbeltas torres con una bola de fuego maclada en ellas. Puntos comunes a los que confluye la memoria colectiva. Y para la misma imagen, una gran variedad de sensaciones.

Dejaré los análisis para quienes correspondan. Me conformo con la reflexión personal, silenciosa, para mis adentros.
Ya no puedo decidir si el mundo ha cambiado mucho o poco desde ese hito en el año 2001. Ya van demasiadas vueltas de tuerca (algunas hasta pasarse de rosca) hablando de seguridad global, conspiraciones y teorías sobre conspiraciones, hechos o hipótesis, estrategias y nuevos órdenes mundiales. ¿Quiénes éramos antes del 11 de septiembre de 2001? ¿Quiénes somos después? ¿Realmente ha habido tanto cambio o, en esencia, sigue sin haber nada nuevo bajo el sol?

Pienso en mí mismo. Dónde estaba y con quién estaba aquel día, hace una década. Y dónde y con quién estoy diez años después. El impacto terrible de lo sucedido aquel día me ha permitido fijar en la mente detalles que, de otra manera, se hubieran diluido con los años. Pero ahora ya no es posible que se desvanezcan. Ahora tengo una instantánea del pasado (con personajes, emociones y pensamientos) con la que poder contrastar mi presente. No alcanzo a ver cómo se ha transformado el mundo en una década, pero sí puedo constatar cómo he cambiado yo en ese tiempo.

Cuando pienso hoy en el 11S, diez años después, rememoro una sobremesa en una salita con dos personas que ahora ya no están.
Visualizo esa presencia (que ahora es ausencia) mezclada con el estupor de la retransmisión en directo de algo que estaba sucediendo en otro lugar lejano y que no era capaz de asimilar. La imposibilidad de huir hacia otro tiempo, estando anclado en este (es decir, en aquel).
Nada más.

Y eso es todo lo que tengo que decir sobre el once ese.


martes, 6 de septiembre de 2011

espadas y cuchillos

(área de descanso nº 146)
"Beneath the rule of men entirely great,
The pen is mightier than the sword".
(Edward Bulwer-Lytton, "Richelieu", 1839)

A vueltas con eso de la escritura...
¿Por qué escribir? ¿Para qué escribir?
O, al revés, ¿por qué no escribir?

En el mismo momento en que las antiguas historias pasaron a grabarse en la piedra y en el papel, se declaró el triunfo de la carne de la tierra y de los bosques sobre el fuego. Las antiguas historias, devoradas por las hogueras a las que se ofrecían, consumidas y elevadas por el fuego hasta desvanecerse con el humo, pasaron a encarnarse en materiales más perecederos que el fuego. Y ese fuego que fue derrotado por los mismos elementos con los que siempre estará en guerra, no olvida ni perdona. Ellos le arrebataron la presencia del espíritu humano en su ser flamígero, él ansía saciar su sed de ese espíritu.
La guerra continúa...

¿Es posible que el miedo a la venganza del fuego haya supuesto un freno a quienes nunca llegaron a escribir?
No, no lo creo.
Es el propio fuego el que se retuerce en las entrañas provocando esa explosión de palabras y frases...
¿Será esa, precisamente, su venganza?

Escribir es exponerse. Es un viaje, un camino incierto, una aventura.
Al escribir se crean mundos y se conectan otros. Nunca se sabrá si los mundos conectados ya existían antes de escribirlos o si vieron la luz con la escritura. Al escribir se materializan los demonios internos, se expulsan y así prosiguen su labor maléfica fuera de uno mismo. Por la escritura, las luciérnagas que habitan en las entrañas salen en tropel para iluminar en medio de la oscuridad del mundo. Se provoca la risa y el llanto, la ira y la serenidad, el hastío y la diversión, la destrucción y la construcción. El amor y el odio habitan en las letras.
Es cierto: la pluma es más poderosa que la espada.
Tan poderosa que incluso el espadachín de letras debe entrenar su esgrima, practicar. Y también protegerse.
Por eso Umberto Eco crea a Jacopo Belbo para que cuente su propia historia. Pero aún no es suficiente y Belbo crea a Jim el del Cáñamo para que sea su tirador. Y Jim podría crear un nuevo avatar... y seguir protegiéndose. Y escribir un blog con un extraño nombre y una extraña imagen. Y contar allí los sueños de Umberto E. o de William S. o de Miguel C. ...o los tuyos o los míos, con otro nombre, con otro rostro.
Porque hay cosas insoportables (de contar o de callar). Y por eso escribo.

Y manejo torpemente la espada y temo causarme un grave corte con el filo de este cuchillo.
Me falta conocimiento de la esgrima, dominio con el acero, pero me sobra fuego abrasándome las tripas.



viernes, 2 de septiembre de 2011

jim el del cáñamo

(área de descanso nº 145)
"Veo ahora este file donde, en el fondo, Belbo trataba de novelar lo que al día siguiente me habría dicho en Garamond sobre su oficio. Reconozco en él su afán de precisión, su entusiasmo, su desilusión de redactor que escribe por persona interpuesta, su nostalgia de una creatividad nunca realizada, su rigor moral que lo obligaba a castigarse por desear algo a lo que creía que no tenía derecho, dando una imagen patética y estereotipada de su deseo. Jamás he encontrado otra persona que supiera compadecerse de sí misma con tanto desprecio".
(Umberto Eco, "El Péndulo de Foucault", cap. 11)

Algo que sorprende en algunas novelas es la profundidad de ciertos personajes minúsculos, creados por los propios personajes del relato. Hijos de los hijos del autor. No me refiero tanto a la profundidad en sus descripciones o el detalle en la expresión de sus caracteres (tal desarrollo sería imposible tratándose de presencias ínfimas), sino a que son como una daga afilada que penetra hasta lo más profundo en la mente del lector. Es algo que me sucedió con este tal Jim, que aún me acompaña desde que leí por primera vez El Péndulo de Foucault, a comienzos de los noventas.
Jim el del Cáñamo no es más que un producto de la imaginación de otro personaje imaginario. Jacopo Belbo, redactor editorial del equipo de Garamond Editores, S.A., lo había creado en uno de los files que atesoraba en Abulafia, su ordenador personal. En él, se lamenta del extraño destino de los autores. Condenados a vivir como dioses solitarios, desesperados por no ser una de sus criaturas, como todos. Todos viven en mi luz mientras yo vivo en el insoportable titilar de mis tinieblas, se lamenta finalmente Jim.

Jim es el nombre que los papúas dan a un poeta que, perdido el sentido de su existencia y traicionado por la mujer de su vida, decide embarcarse para olvidar, naufraga en los mares del Sur y es rescatado por los indígenas. Le llaman Jim, como a todos los blancos. En una isla remota va pasando los años, despreocupadamente. Un día, llegan unos holandeses a la isla, pero Jim decide que se quedará en su nuevo hogar y promete ocuparse de la cosecha del cáñamo. Los indígenas terminan trabajando para Jim, que ahora es Jim el del Cáñamo. Y su fama se va extendiendo por aquellos mares de la Sonda. Hasta tal punto, que incluso llega a ser consejero del marajá de Borneo en la organización de una campaña contra los dayak del río. Aventura tras aventura, Jim el del Cáñamo se hace famoso en todo el archipiélago, de Sumatra a Port-au-Prince. Comienza a tratar con los ingleses y en la capitanía del puerto de Darwin se registra como Kurtz. Ahora es Kurtz para todos y Jim el del Cáñamo para los indígenas. Pero pasa el tiempo y, súbitamente, un día aparece el deseo por regresar. Aunque solo sea por poco tiempo, para ver qué ha quedado allá de uno mismo.
Tras un largo viaje, está de vuelta en casa. Han pasado dieciocho años. Al llegar, descubre que las librerías exhiben todos sus libros, que su nombre ocupa el frontón de su vieja escuela, incluso que su tumba vacía es lugar de culto para románticas jovencitas. Es el Gran Poeta Desaparecido.
Pero cuando pasa al lado de su amada, apenas a dos pasos de distancia, ella lo mira como a todos, buscando a otro más allá de sus sombras.
Y solo queda esa soledad y vanagloria del dios que anhela ser una de sus criaturas.

Jim es la coartada de Belbo. Habiendo renunciado a la tarea de escribir (inútil escribir cuando falta un motivo serio), mejor reescribir los libros de los otros, como hace el buen redactor editorial. Reescribir la historia, la historia en la que luego te conviertes. Transformar los libros con dos palabras, demiurgo de la obra de otro. En lugar de empezar una obra partiendo desde el comienzo, dar unas cinceladas a la arcilla endurecida en la que otro ya ha esculpido su estatua.
Belbo imagina ser el editor de un tal William S., que acude con una tragedia ambientada en Francia.
¿Por qué no en Dinamarca?, pregunta el editor. Un ambiente nórdico, donde planea la sombra de Kierkegaard, parece un marco más apropiado para todas esas tensiones existenciales.
¿Y por qué el espectro paterno aparece al final? Sería mejor al comienzo, para que la admonición del padre domine en seguida el comportamiento del joven príncipe y lo ponga en conflicto con la madre.
Y ese pasaje... "¿Actuar o no actuar? ¡Esta es mi angustiosa pregunta!". ¿Por qué "mi angustiosa pregunta"? Sería mejor que planteara que la pregunta es esta, este es el problema. No su problema personal sino la cuestión fundamental de la existencia. La alternativa entre ser y no ser, por poner un ejemplo...
Y se va dando ese par de pinceladas en el cuadro de otro.
El temor de crear por uno mismo y la preferencia por diluirse en las obras ajenas. Y William S. será famoso y pasará al lado de Belbo sin reconocerlo. Belbo susurra para sus adentros ser o no ser y se dice: Bravo, Belbo, buen trabajo. Ve, viejo William S., a recoger tu parte de gloria: tú solo has creado, yo te he vuelto a hacer.

Nosotros, que hacemos parir los partos de otros, como los actores, no deberíamos ser sepultados en tierra consagrada.
Pero los actores fingen que el mundo, tal cual es, funciona de otra manera,
mientras que nosotros fingimos del infinito universo y mundos, la pluralidad de los composibles...
¿Cómo puede ser tan generosa la vida, que prevé una compensación tan sublime por la mediocridad?