(91ª parada)
"(...) Ahora sólo conozco en parte; pero llegará el momento en que conoceré perfectamente, de la misma forma en que también fui conocido".
(1ª Carta de Pablo a los Corintios, cap. 13: 12)
Permíteme que comience con un relato que seguro que ya conoces:
Había una vez un campesino chino, pobre pero sabio, que trabajaba la tierra duramente con su hijo. Un día, el hijo le dice:
- ¡Padre, qué desgracia! El caballo se ha soltado y ha escapado.
- ¿Por qué lo llamas desgracia? -respondió el padre- Veremos lo que trae el tiempo...
A los pocos días, el caballo regresó, acompañado de otro caballo.
- ¡Padre, qué suerte! -exclamó esta vez el muchacho- Nuestro caballo ha traído otro caballo.
- ¿Por qué lo llamas suerte? -repuso el padre- Veamos qué nos trae el tiempo...
En unos cuantos días más, el muchacho quiso montar el caballo nuevo. Y éste, no acostumbrado al jinete, se encabritó y lo arrojó al suelo. El muchacho se rompió una pierna en la caída.
- ¡Padre, qué desgracia! -exclamó ahora el muchacho- ¡Me he roto la pierna!
Y el padre, retomando su experiencia y sabiduría, sentenció:
- ¿Por qué lo llamas desgracia? ¡Veamos lo que trae el tiempo!
El muchacho no se convencía y se lamentaba mucho postrado en su cama. Y más que por el dolor, que se fue atenuando, por el hecho de no poder trabajar junto a su padre en el campo. Pocos días después, pasaron por la aldea los enviados del rey reclutando jóvenes para llevárselos a la guerra. Vinieron a la casa del anciano, pero como vieron al joven con su pierna entablillada, lo dejaron y siguieron de largo.
El joven entendió en ese momento que no podemos tener certeza absoluta en nuestra interpretación de los avatares de la vida, por evidente que parezca, pues carecemos del conocimiento de todos los elementos que los componen y tampoco sabemos qué sucederá en el futuro.

A veces me he preguntado dónde está la sabiduría de un padre que no es capaz de dar respuestas a las intuiciones (erróneas o ciertas) de su hijo. Luego, he querido comprender que su sabiduría debe de estar situada en un concepto más bien
socrático de lo que es
saber ("sólo sé que no sé nada"). Y tengo la impresión de que ese
"nada" no es poca cosa. Es, al menos, tener asumida la propia ubicación en el interior de un laberinto de desconocidos recorridos. Y no es lo mismo posicionarse en la certeza del laberinto que posicionarse en un laberinto de certezas... Cuán difícil es dilucidar a priori la bondad o maldad, la oportunidad o inoportunidad, la sazón o desazón de las cosas que azarosamente suceden o incluso de las que voluntariamente se eligen. Y con qué frecuencia llega a ocurrir que ante una decisión que se cree bien pensada se topa uno ante un callejón sin salida en medio del laberinto y, al contrario, el más desesperado y desesperante de los itinerarios llega a ser
premiado con un camino expedito que permite un avance dichoso. Contingencias de la vida... No hay forma de saber lo que nos concederá el futuro. Pero, a pesar de todo, lo más sabio que sí podemos hacer es utilizar toda la información que tenemos en nuestras manos para elegir el mejor camino que sea posible. No es una garantía de éxito, pero sigue siendo lo mejor que se puede hacer. Lo mejor, no siempre lo más sencillo: se precisa una gran dosis de entereza para seguir este camino cuando en el laberinto también se pueden escuchar numerosos cantos de sirenas
(llámense prejuicios, llámense reticencia y resistencia al cambio, llámense miedos, llámense irracionalidades, llámense indolencias... llámense como se llamen).
Te voy a contar una experiencia literalmente laberíntica que recuerdo del último verano. Mi madre, mi hermana y sus hijos (mis sobrinos) vinieron a pasar unos días en la ciudad en que vivo. Aprovechamos la tarde de uno de estos días para visitar un parque coruñés a la orilla del mar. Cerca de una zona de juegos infantiles del parque hay un laberinto vegetal, una obra de jardinería que permite el paseo por su interior. En un momento de la tarde, vi que mi hermana y mi madre estaban sentadas a la puerta de acceso al laberinto y les pregunté por mis dos sobrinos a quienes no veía en la zona de juegos. Parece ser que se habían aventurado en el laberinto y llevaban algún tiempo sin asomar la cabeza. Bueno... habiéndose presentado tal oportunidad, cual ovillo rescatador de Ariadna, el
tío salvador acude al socorro de sus perdidos sobrinuelos. Después de deambular un buen rato, me los encuentro en el interior casi asustados de tan perdidos.
"Tranquilos, aquí está el supertío", creo yo que van a pensar en cuanto me ven. Sin embargo, la
operación rescate no fue tan espectacular como yo había pretendido. Al cabo de un rato, la mano de mi sobrina (la mayor de ambos) aprieta la mía y me dice, bastante divertida a costa de mi ridículo:
"Tío, ¿tú también te has perdido, verdad?". Difícil esconder, incluso a una niña de seis años, que pasar por el mismo lugar varias veces y cruzarse con las mismas personas otras cuantas no es síntoma de saber lo que se está haciendo si se trata de salir de un laberinto. En fin... recuerdo que le respondí algo así como:
"Nooooo, ¿no ves que me voy fijando en la sombra y así sé por dónde vamos? Sólo estoy probando una cosa, por eso doy vueltas...". Creo que no se me ocurrió mejor tontería para tratar de tranquilizar a los dos peques, si bien el nerviosismo estaba empezando a ser todo mío y el jolgorio todo suyo. Pero, como bien está lo que bien acaba, puedo decir que ahora estoy aquí escribiendo esto, así que sí: ¡salí del laberinto! No sé cómo, pero encontramos la salida. Sí: la sombra algo ayudó, pero el azar puso su mayor parte en el éxito.
Peligrosos lugares, los laberintos, por lo fácil que es perderse en ellos. La literatura, las empresas humanas, los mitos en general han estado trufados de laberintos. Con sus héroes que se aventuran en ellos, sus arquitectos, sus minotauros y monstruos que hacen aún más difícil el recorrido; con sus trampas, sus bifurcaciones y enredos; con su abundante simbología, sus secretos y misterios, sus profundos significados, sus entradas y salidas, sus centros; también con quienes los resuelven y los desentrañan, con ovillos, teseos y ariadnas... Un universo encerrado en un amasijo de caminos entrecruzados, una red cósmica cuyos nudos son encrucijadas de un largo viaje...
Los laberintos pueden ser fáciles de resolver desde fuera, contemplándolos como quien contempla un mapa. Pero el problema es que estando inmersos en ellos, como es que estamos, la tarea es ardua y se torna complejo encontrar el método que dé una solución a la prueba. Una miradita a esa solución sería algo así como echar un vuelo que permitiera una panorámica más global y volver a sus pasadizos con una idea clara de propósito, un sentido, una regla de orientación. A la manera de
Guillermo de Baskerville en
El nombre de la rosa. Quizás aquí esté la clave: la mirada amplia y la mente abierta, que serán siempre puestas a prueba en las circunstancias más difíciles.
Hace un tiempo leí un breve cuentito de
Jorge Luis Borges titulado
Los dos reyes. Cada rey tenía su laberinto y eran de dos tipos muy diferentes. El del rey babilonio era un laberinto construido por arquitectos y magos, un laberinto de muros y corredores intrincados. El del rey árabe era el mismo desierto, un laberinto donde el camino es la supervivencia. No importa qué apariencia tenga el que estamos recorriendo: los tortuosos meandros del río de la vida transcurren laberínticamente en una invitación a estar siempre vigilantes ante el juicio ligero del necio o la carrera loca del insensato.