(60ª parada)
"En los postreros días vendrá gente que, burlándose, diga: (...) Desde que murieron nuestros antepasados todo permanece igual a como era en un principio".
(2ª Epístola de San pedro, cap. 3: 3, 4)

Con los años, un rostro se transforma en una máscara que, en lugar de cubrir, revela mucho de lo que se es y se ha sido. Unos lucen ahí, en las mejillas, los pliegues de una sonrisa del alma que se ha dado tropecientas veces en la vida. Otros, lo que llevan bien labrada en el ceño es la marca del enojo. La frente se surca de preocupaciones, los ojos de guiños y los labios de silbos y besos. Además del trabajo duro de la gravedad y del azote curtidor de sol, viento y otras caricias, nuestra faz nos la cincelamos nosotros mismos con los años a fuerza de sacar hacia afuera el mundo interior. Quizás no sea muy exacto, habiendo tantos pinceles distintos trazando en el mismo lienzo. Un accidente de la vida puede ser la mano torpe que destroza una obra maestra y una intervención quirúrgica puede arrancar de nuestra superficie años de historia o, al menos, algún que otro momento para el olvido.
De lo que no tengo tantas dudas es del trabajo de ingeniería de caminos que nuestros pensamientos obran en nuestro cerebro. Acertó quien ya hace años recalcó la influencia tan importante de los pensamientos de cada día en lo que acabamos siendo en la vida, sentenciándolo de este modo:
Un pensamiento repetido lleva a una acción; las acciones en las que se insiste crean hábitos y, finalmente, los hábitos que se mantienen forjan un carácter. Como quien se abre un camino en la selva a machetazos. Si insistes, perdura. Si lo abandonas, la propia selva se lo va tragando y lo va cerrando al tránsito. En los paseos por el monte, es fácil llegar a toparse con algunos caminos carreteros por los que el paso de carruajes ha grabado profundos carriles en la tierra. Otra carreta que circulara por semejante camino tendría problemas para desviar sus ruedas de la ruta trazada, de tan embebidas que van en los carriles. En nuestros cerebros, como en la tierra moldeable, los pensamientos surcan circuitos neuronales que se van fijando con la repetición, hasta el punto del automatismo. Pero el origen de cada camino neuronal está en lo que anda por nuestra sesera. Es raro que una persona que constantemente tenga pensamientos negativos o destructivos pueda obrar de forma contraria a sus circuitos neuronales de negatividad y destrucción. Lo mismo sucede con las personas que albergan pensamientos positivos y le ponen el freno a los de signo contrario.
Seguro que somos conscientes de la trascendencia de lo que pensamos en cada momento. Esos pensamientos serán los motores de futuras acciones (o de futuras omisiones). Pero no siempre se tiene la suficiente disciplina (o higiene mental) como para espantar o echar afuera de nuestra mente aquellos pensamientos que sabemos que nos pueden hacer daño. Dejar de aplicar este control es una peligrosa negligencia. Como abrir la puerta de casa a los maleantes.
Igual que nuestros hábitos personales se forman de nuestros pensamientos personales, los
hábitos colectivos se forman de los
pensamientos colectivos (si tal cosa existe). La cuestión es que hay personas que piensan por otras. Por varios motivos: bien porque hay quien delega en otro su capacidad de raciocinio y decisión
(¡mal hecho!), bien porque cuando uno aparece en este mundo ya hay mucho pensado de antemano por quienes nos precedieron. Está bien. A esto último se lo puede considerar como
experiencia colectiva y ayuda a no repetir errores y progresar más rápido. La ciencia, la técnica, las artes, el conocimiento en general, deben su desarrollo a este proceso de construcción, apoyando la experiencia de unas generaciones sobre la de las precedentes. Luego, está el
reverso tenebroso de esta experiencia. La de cosas que asumimos como aceptables y que, en realidad, no lo son tanto. La esclavitud, por ejemplo, pareció buena cosa a muchas personas (sabios incluidos) en el pasado. El
Ancien Régime, también. Hasta que hubo una colisión entre estas
experiencias desgastadas y los nuevos paradigmas sociales. A veces, este
reverso-tenebroso que decía antes se encuadra en lo que se ha llamado
tradición. En general, las tradiciones suelen respetarse sin cuestionárselas, pero son
(posiblemente) el equipaje de la humanidad que más deberíamos cuestionarnos. En algunos casos
(demasiados para mi gusto), si conociéramos el origen de una tradición o si comprendiéramos su sentido real, o su alcance, posiblemente la abandonaríamos. O no... ¿quién sabe? Ya dije hace un momento que la fuerza de un hábito crea automatismos de los que es difícil librarse. Y ésa es
la chance de las tradiciones.
Con estas ideas tenía la intención de cumplir algo que le dejé escrito a
Tormenta en un comentario de su post
El Camino... En él, se reproducía un cuento de Paulo Coelho, donde un borrego acababa marcando el camino de los humanos. Le prometí una historia de monos. Una historia conocida, de ésas que te pueden acabar llegando por e-mail. Y le dije que la incluiría en mi próximo post, porque tenía una moraleja muy parecida a la de Coelho: el proceso de construcción de paradigmas y la dificultad para operar un cambio de paradigma. Así que, va por ti, amiga. Que ya sabes que me encanta el
diálogo bloguero.
Un grupo de científicos colocó cinco monos en una jaula. En el centro de ella habían puesto una escalera y, sobre ella, un montón de bananas. Cuando un mono subía la escalera para agarrar las bananas, los científicos lanzaban un chorro de agua fría sobre los que quedaban en el suelo.
Después de algún tiempo, cuando un mono iba a subir la escalera, los otros lo agarraban para evitar que alcanzara su objetivo. Pasado algún tiempo más, ningún mono se atrevía ya a subir la escalera, a pesar de la tentación de las bananas. Entonces, los científicos sustituyeron uno de los monos. La primera cosa que hizo el recién llegado fue subir la escalera, siendo rápidamente bajado por los otros, quienes le disuadieron por la fuerza de alcanzar las bananas. Después de algunas palizas, el nuevo integrante del grupo ya no subió más la escalera.
Un segundo mono fue sustituido, y ocurrió lo mismo. El primer sustituto participó con entusiasmo de la paliza al novato. Un tercero fue cambiado, y se repitió el hecho. El cuarto y, finalmente, el último de los veteranos fue sustituido. Los científicos quedaron, entonces, con un grupo de cinco monos que, aun cuando nunca recibieron un baño de agua fría, continuaban golpeando a aquel que intentase llegar a las bananas. Si fuese posible preguntar a algunos de ellos por qué le pegaban a quien intentase subir la escalera, con certeza la respuesta sería:
"No sé, aquí las cosas siempre se han hecho así..."

¿Te suena conocido?
Pregúntate a qué paradigma social respondemos y por qué estamos haciendo las cosas de una manera, si es posible que las podamos hacer de otro modo mejor.
"Triste época, la nuestra: es mas fácil desintegrar un átomo que un preconcepto."
Albert Einstein