(90ª parada)
"Gran riqueza es la vida misericordiosa para quien sabe contentarse con lo que tiene".
(1ª carta de Pablo a Timoteo, cap. 6: 6)
Si hoy se me ocurriera ponerme un bañador, marcharme hasta una playa y meterme en el mar (¡ni loco estoy por la labor!), al ir metiéndome en el agua salada sentiría millones de microcuchillos introduciéndose a través de mi piel. En ocasiones, esto me pasa incluso en verano: la combinación de las aguas atlánticas con lo friolero que es uno no me deja otra opción. Es bastante normal, la constatación de un principio asumido. Por eso, cada cual tiene su estilazo al darse el bañito de turno: está el que remolonea zigzagueando, el que entra de puntillas, el que parece que se está electrocutando, el que da la sensación de amarse con locura (de tanto que se autoabraza), el que va mojándose en cómodos plazos, el que entra al galope tendido... ¡Todo un espectáculo! Sin embargo, si uno lo piensa bien, se dará cuenta de que la cantidad de calor que almacenan esas frígidas aguas sería tan grande como para hervirlo a uno ahí mismo. Todo el mar contra un ser humano: no hay color en cuanto al calor. Otra cosa es la temperatura que manifiestan unas aguas que almacenan tanta energía: hoy no sé si llegará a 10ºC frente a los (más-menos) 37ºC del cuerpo humano. Y ahí se pone de manifiesto el principio físico que dice que vamos a tratar de equilibrar las temperaturas, independientemente de quién tenga más o menos cantidad de calor.
Hay una ilustración que ayuda a comprender este fenómeno y que tiene un fundamento similar. Se trata de los vasos comunicantes. Es la forma visual de contemplar la ecuación fundamental de la hidrostática, de poner en evidencia este proceso que forma parte de la ley de Stevin. Sí, a todo le hemos puesto nombre... Pues bien, como se trata de equilibrar presiones (una manía de la Naturaleza, como otra cualquiera) y, al ser los recipientes abiertos por la parte superior, es la presión atmosférica la que manda (y resulta que es la misma sobre todos los recipientes, al estar uno al lado de otro, a similares altitudes sobre el nivel del mar), mientras que la presión ejercida por el líquido contenido en los vasos sólo depende de la aceleración de la gravedad (que será la misma en recipientes apenas separados por un conducto entre ellos), de su densidad (si se trata del mismo líquido es, por tanto, idéntica) y de la profundidad o altura que alcance el líquido en cada recipiente (no de su volumen total en él). Como lo único que puede variar es esa altura de la columna líquida y se trata de que la presión se equilibre, pues ¡zás! lo que sucederá es que en todos los recipientes comunicados la altura del líquido será la misma, independientemente de su capacidad. ¡Qué rollazo expresado así y qué fácil es verlo tratando de llenar un juguetito como el de la figura!
Y estaba pensando que, como parte de todo este entramado cósmico, sería extraño que el ser humano escapara a este equilibrado de presiones y temperaturas. Digamos que si se ponen en comunicación (como si de recipientes de líquido se tratara) a varias personas, lo que tiende a equipararse es el nivel del líquido y no su cantidad. Vale. Pues según los conceptos o valores que queramos asignarle al líquido, derivarían algunas conclusiones (más o menos válidas) que dejaré al desarrollo de cada cual.
Se me ocurre imaginar qué podría pasar si pongo en contacto a un rico amargado con un pobre feliz. Supongo que es posible encontrar a un espécimen de cada tipo. Bueno, no creo que tenga mucho mérito imaginar algo sobre lo que ya escribió Tolstoi años atrás. Refresquemos la memoria con una versión del cuento:
En las lejanas tierras del norte, hace mucho tiempo, vivió un zar que enfermó gravemente. Reunió a los mejores médicos de todo el imperio, que le aplicaron todos los remedios que conocían y otros nuevos que inventaron sobre la marcha. Pero, lejos de mejorar, el estado del zar parecía cada vez peor.
Le hicieron tomar baños calientes y fríos, ingirió jarabes de eucalipto, menta y plantas exóticas traídas en caravanas de lejanos países. Le aplicaron ungüentos y bálsamos con los ingredientes más insólitos, pero la salud del zar no mejoraba. Tan desesperado estaba el hombre que prometió la mitad de lo que poseía a quien fuera capaz de curarle.
El anuncio se propagó rápidamente, pues las pertenencias del gobernante eran cuantiosas, y llegaron médicos, magos y curanderos de todas partes del globo para intentar devolver la salud al zar. Sin embargo fue un trovador quien pronunció:
- Yo sé el remedio: la única medicina para vuestros males, Señor.
- Sólo hay que buscar a un hombre feliz: vestir su camisa es la cura a vuestra enfermedad.
Partieron emisarios del zar hacia todos los confines de la tierra. Pero encontrar a un hombre feliz no era tarea fácil: aquel que tenía salud echaba en falta el dinero, quien lo poseía, carecía de amor. Y quien lo tenía se quejaba de los hijos.
Mas una tarde, los soldados del zar pasaron junto a una pequeña choza en la que un hombre descansaba sentado junto a la lumbre de la chimenea:
- ¡Qué bella es la vida!, Con el trabajo realizado, una salud de hierro y afectuosos amigos y familiares ¿qué más podría pedir?
Al enterarse en palacio de que por fin habían encontrado un hombre feliz, se extendió la alegría. El hijo mayor del zar ordenó inmediatamente:
- Traed prestamente la camisa de ese hombre. ¡Ofrecedle a cambio lo que pida!
En medio de una gran algarabía, comenzaron los preparativos para celebrar la inminente recuperación del gobernante.
Grande era la impaciencia de la gente por ver volver a los emisarios con la camisa que curaría a su gobernante. Mas, cuando por fin llegaron, traían las manos vacías:
- ¿Dónde está la camisa del hombre feliz? ¡Es necesario que la vista mi padre!
- Señor - contestaron apenados los mensajeros - ¡¡El hombre feliz no tiene camisa!!
En este caso, el nivel de líquido podría ser la felicidad y el volumen del líquido en el recipiente la cantidad de riqueza material. Así, se puede encontrar uno a un hombre pobre y muy feliz que, al ponerlo en contacto con uno rico pero triste, aún debería entregarle lo poco que tiene (en este caso que ni siquiera tiene) para tratar de subir el nivel de felicidad del rico.
En otros casos, por ejemplo después de una catástrofe natural, se encuentra uno (desde su cómoda butaca en que contempla las noticias del mundo) rechazando al dios-que-pudiera-existir-en-alguna-parte por permitir este tipo de desmanes de la Tierra, mientras que el damnificado, entre los escombros, todavía tiene alguna palabra para agradecer a ese ser invisible por haberlo mantenido con vida. ¡Extraña espiritualidad la que hemos desarrollado y más extraña todavía la sensibilidad de quien se queja de las desgracias que no padece, mientras el que las padece simplemente trata de sobrellevarlas sin culpar a otros!
Y más casos habría. Pero es siempre la misma historia. Cuando el tubito estrecho tiene el nivel muy alto, porque con poco líquido llena rápidamente un volumen tan reducido, resulta que al final tiene que ceder incluso una parte de su escaso líquido para que el recipiente ancho que nunca se llena pueda subir en algo su nivel. Sin embargo, tomemos visión panorámica de la situación: si quien más tiene se acostumbra a recibir aún más, quien menos tiene puede llegar a sucumbir por el bajo nivel que ofrecen las circunstancias. No hay más que darse cuenta de lo rápido que baja el nivel en los tubos estrechos para que pueda subir escasos milímetros en los muy anchos. Y, a pesar de todo, los infelices occidentales no dejaremos de protestar, patalear y mostrar nuestra desdicha ante otros habitantes de este globo errante a los que nuestro egoísmo insaciable está convirtiendo cada vez en más infelices.
Tengo la costumbre de hacer la compra una vez por semana en un supermercado próximo a mi casa. Aunque suelo salir bastante cargado de bolsas que tendré que llevar a pulso hasta mi nevera, prefiero ir caminando y no tener que ir en coche a otro más lejano. Normalmente, cuando estoy a punto de cruzar la puerta del local, todavía sigo pensando en algún asunto pendiente o repasando de memoria la lista de cosas con las que llenaré la cesta o divagando en qué sé yo qué historias... pero me adivino con el gesto serio y meditabundo. Al ir a cruzar esa puerta, una persona ya habitual en el lugar me transporta a otra realidad. Allí está, al abrigo de un acceso algo recogido contra vientos y lluvias (pero a la intemperie, a fin de cuentas), una señora que por apariencia y acento me parece extranjera, pero sin ser capaz de aventurar de qué país. Siempre con su sonrisa y un casi ininteligible "Dios le bendiga", me saluda a mí y supongo que a tantas personas como atraviesan ese umbral al cabo del día. Algunas veces (las menos, tengo que reconocerlo), he compartido algo de mi compra o algunas monedas. Pero caigan o no unas migajas de mi mano, ella siempre me regala una sonrisa y una bendición. Inevitablemente, su sonrisa me contagia algo que desde adentro acaba por hacer brotar otra sonrisa en mi rostro. No es que me dé ganas de sonreír el ver a esa señora en su puesto esperando la misericordia de quien pase por allí. No es agradable ni ver esto ni imaginar todas las situaciones similares (¡y muchísimo peores!) que se dan a diario en todo el mundo. Pero a veces pienso en los vasos comunicantes y me sorprende recibir de quien, a priori, tan poco podría esperar...
Qué gran conocimiento del género humano demostró el sabio maestro galileo que nos dejó aquella sencilla sentencia: "Más felicidad hay en dar que en recibir".
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"Gran riqueza es la vida misericordiosa para quien sabe contentarse con lo que tiene".
(1ª carta de Pablo a Timoteo, cap. 6: 6)
Si hoy se me ocurriera ponerme un bañador, marcharme hasta una playa y meterme en el mar (¡ni loco estoy por la labor!), al ir metiéndome en el agua salada sentiría millones de microcuchillos introduciéndose a través de mi piel. En ocasiones, esto me pasa incluso en verano: la combinación de las aguas atlánticas con lo friolero que es uno no me deja otra opción. Es bastante normal, la constatación de un principio asumido. Por eso, cada cual tiene su estilazo al darse el bañito de turno: está el que remolonea zigzagueando, el que entra de puntillas, el que parece que se está electrocutando, el que da la sensación de amarse con locura (de tanto que se autoabraza), el que va mojándose en cómodos plazos, el que entra al galope tendido... ¡Todo un espectáculo! Sin embargo, si uno lo piensa bien, se dará cuenta de que la cantidad de calor que almacenan esas frígidas aguas sería tan grande como para hervirlo a uno ahí mismo. Todo el mar contra un ser humano: no hay color en cuanto al calor. Otra cosa es la temperatura que manifiestan unas aguas que almacenan tanta energía: hoy no sé si llegará a 10ºC frente a los (más-menos) 37ºC del cuerpo humano. Y ahí se pone de manifiesto el principio físico que dice que vamos a tratar de equilibrar las temperaturas, independientemente de quién tenga más o menos cantidad de calor.

Y estaba pensando que, como parte de todo este entramado cósmico, sería extraño que el ser humano escapara a este equilibrado de presiones y temperaturas. Digamos que si se ponen en comunicación (como si de recipientes de líquido se tratara) a varias personas, lo que tiende a equipararse es el nivel del líquido y no su cantidad. Vale. Pues según los conceptos o valores que queramos asignarle al líquido, derivarían algunas conclusiones (más o menos válidas) que dejaré al desarrollo de cada cual.
Se me ocurre imaginar qué podría pasar si pongo en contacto a un rico amargado con un pobre feliz. Supongo que es posible encontrar a un espécimen de cada tipo. Bueno, no creo que tenga mucho mérito imaginar algo sobre lo que ya escribió Tolstoi años atrás. Refresquemos la memoria con una versión del cuento:
En las lejanas tierras del norte, hace mucho tiempo, vivió un zar que enfermó gravemente. Reunió a los mejores médicos de todo el imperio, que le aplicaron todos los remedios que conocían y otros nuevos que inventaron sobre la marcha. Pero, lejos de mejorar, el estado del zar parecía cada vez peor.
Le hicieron tomar baños calientes y fríos, ingirió jarabes de eucalipto, menta y plantas exóticas traídas en caravanas de lejanos países. Le aplicaron ungüentos y bálsamos con los ingredientes más insólitos, pero la salud del zar no mejoraba. Tan desesperado estaba el hombre que prometió la mitad de lo que poseía a quien fuera capaz de curarle.
El anuncio se propagó rápidamente, pues las pertenencias del gobernante eran cuantiosas, y llegaron médicos, magos y curanderos de todas partes del globo para intentar devolver la salud al zar. Sin embargo fue un trovador quien pronunció:
- Yo sé el remedio: la única medicina para vuestros males, Señor.
- Sólo hay que buscar a un hombre feliz: vestir su camisa es la cura a vuestra enfermedad.
Partieron emisarios del zar hacia todos los confines de la tierra. Pero encontrar a un hombre feliz no era tarea fácil: aquel que tenía salud echaba en falta el dinero, quien lo poseía, carecía de amor. Y quien lo tenía se quejaba de los hijos.
Mas una tarde, los soldados del zar pasaron junto a una pequeña choza en la que un hombre descansaba sentado junto a la lumbre de la chimenea:
- ¡Qué bella es la vida!, Con el trabajo realizado, una salud de hierro y afectuosos amigos y familiares ¿qué más podría pedir?
Al enterarse en palacio de que por fin habían encontrado un hombre feliz, se extendió la alegría. El hijo mayor del zar ordenó inmediatamente:
- Traed prestamente la camisa de ese hombre. ¡Ofrecedle a cambio lo que pida!
En medio de una gran algarabía, comenzaron los preparativos para celebrar la inminente recuperación del gobernante.
Grande era la impaciencia de la gente por ver volver a los emisarios con la camisa que curaría a su gobernante. Mas, cuando por fin llegaron, traían las manos vacías:
- ¿Dónde está la camisa del hombre feliz? ¡Es necesario que la vista mi padre!
- Señor - contestaron apenados los mensajeros - ¡¡El hombre feliz no tiene camisa!!
En este caso, el nivel de líquido podría ser la felicidad y el volumen del líquido en el recipiente la cantidad de riqueza material. Así, se puede encontrar uno a un hombre pobre y muy feliz que, al ponerlo en contacto con uno rico pero triste, aún debería entregarle lo poco que tiene (en este caso que ni siquiera tiene) para tratar de subir el nivel de felicidad del rico.
En otros casos, por ejemplo después de una catástrofe natural, se encuentra uno (desde su cómoda butaca en que contempla las noticias del mundo) rechazando al dios-que-pudiera-existir-en-alguna-parte por permitir este tipo de desmanes de la Tierra, mientras que el damnificado, entre los escombros, todavía tiene alguna palabra para agradecer a ese ser invisible por haberlo mantenido con vida. ¡Extraña espiritualidad la que hemos desarrollado y más extraña todavía la sensibilidad de quien se queja de las desgracias que no padece, mientras el que las padece simplemente trata de sobrellevarlas sin culpar a otros!
Y más casos habría. Pero es siempre la misma historia. Cuando el tubito estrecho tiene el nivel muy alto, porque con poco líquido llena rápidamente un volumen tan reducido, resulta que al final tiene que ceder incluso una parte de su escaso líquido para que el recipiente ancho que nunca se llena pueda subir en algo su nivel. Sin embargo, tomemos visión panorámica de la situación: si quien más tiene se acostumbra a recibir aún más, quien menos tiene puede llegar a sucumbir por el bajo nivel que ofrecen las circunstancias. No hay más que darse cuenta de lo rápido que baja el nivel en los tubos estrechos para que pueda subir escasos milímetros en los muy anchos. Y, a pesar de todo, los infelices occidentales no dejaremos de protestar, patalear y mostrar nuestra desdicha ante otros habitantes de este globo errante a los que nuestro egoísmo insaciable está convirtiendo cada vez en más infelices.
Tengo la costumbre de hacer la compra una vez por semana en un supermercado próximo a mi casa. Aunque suelo salir bastante cargado de bolsas que tendré que llevar a pulso hasta mi nevera, prefiero ir caminando y no tener que ir en coche a otro más lejano. Normalmente, cuando estoy a punto de cruzar la puerta del local, todavía sigo pensando en algún asunto pendiente o repasando de memoria la lista de cosas con las que llenaré la cesta o divagando en qué sé yo qué historias... pero me adivino con el gesto serio y meditabundo. Al ir a cruzar esa puerta, una persona ya habitual en el lugar me transporta a otra realidad. Allí está, al abrigo de un acceso algo recogido contra vientos y lluvias (pero a la intemperie, a fin de cuentas), una señora que por apariencia y acento me parece extranjera, pero sin ser capaz de aventurar de qué país. Siempre con su sonrisa y un casi ininteligible "Dios le bendiga", me saluda a mí y supongo que a tantas personas como atraviesan ese umbral al cabo del día. Algunas veces (las menos, tengo que reconocerlo), he compartido algo de mi compra o algunas monedas. Pero caigan o no unas migajas de mi mano, ella siempre me regala una sonrisa y una bendición. Inevitablemente, su sonrisa me contagia algo que desde adentro acaba por hacer brotar otra sonrisa en mi rostro. No es que me dé ganas de sonreír el ver a esa señora en su puesto esperando la misericordia de quien pase por allí. No es agradable ni ver esto ni imaginar todas las situaciones similares (¡y muchísimo peores!) que se dan a diario en todo el mundo. Pero a veces pienso en los vasos comunicantes y me sorprende recibir de quien, a priori, tan poco podría esperar...
Qué gran conocimiento del género humano demostró el sabio maestro galileo que nos dejó aquella sencilla sentencia: "Más felicidad hay en dar que en recibir".
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¡quién diría que está abierta la compuerta que mantiene ambos "vasos" comunicados!