miércoles, 26 de junio de 2013

proteo y hermes

(etapa 30.13)
"Y en ausencia del amor no existe dicha.
Lo que tú de puro en el cuerpo gozas
(Y creado puro fuiste) lo gozamos los Espíritus
En eminencia, sin obstáculo ninguno
De membrana, miembro o hueso, excluyentes trabas:
Más que el aire con el aire, si los Ángeles se abrazan,
Se fusionan por completo, uniéndose pureza
A lo puro que desea; no requieren medio restringido,
Como carne que con carne se combine, o alma y alma".
(John Milton, "Paraíso perdido", libro VIII, versos 621-629)

El viejo alquimista en su laboratorio. Medita, mezcla, ensaya. Entre alambiques y morteros, redomas y crisoles, hornos y retortas, filtros y sublimadores. Proteico y hermético, busca la respuesta esquiva, el arcano. Se busca a sí mismo.
Agota sus energías y su paciencia.
Hermes juega con él. En la mañana lo zarandea con su astucia, roba sus pensamientos, trastorna sus sueños, llena su cabeza de mentiras, siembra de trampas sus anotaciones y agita sus recuerdos. Al caer la noche, como compensación, le regala fugazmente el don de la interpretación de lo oculto. Apenas un destello, tan solo una piedra en el interminable camino. Una más en la hilera de guijarros hasta la meta: la piedra final, la piedra filosofal.
Pero la solución no está en el mercurio que tanto envenena su mente. Vapores que se introducen en sus pulmones, diminutas gotas que se filtran a través de su piel. La mano de Hermes agarra su cuerpo para transportarlo más allá de este mundo, para atravesar la frontera de las preguntas sin resolver. Pero todavía no. Aún no es el tiempo.

Un día, caminando en una playa, hollando la arena húmeda con sus pies descalzos, el viejo alquimista divisa la llave de los mares. Es Proteo, aquel que cambia de forma, aquel que puede ayudar al que se busca. Un ímpetu de caza de la verdad, una terrible sed de lo auténtico, sacude al viejo alquimista. Se acerca al anciano salitroso, al instante se sorprende ante la hermosa mujer, se espanta con la visión del dragón, quiere escapar de la pantera, pero recobra el valor y vuelve para enfrentarse a la serpiente, es demasiada la fuerza de su espíritu ansioso por saber. Rodea la roca, trepa al árbol, se aferra a las garras del águila, pero acaba cayendo en tierra. Recibe una lluvia de agua salada. El viejo alquimista abre su boca y traga algunas gotas. Pronto le queman en sus entrañas. Le queman la piel, arde en llamas como un fénix.
Ha sido la respuesta de Proteo capturado. El cambiante Proteo le muestra la misma esencia del cambio, la metamorfosis, la adaptación, la renovación, en un mundo cuyas leyes son inmutables. Y así, el viejo alquimista resurge sabio de la prueba de fuego y cenizas y conoce al fin el misterio de su propio destino, la anhelada y genuina piedra filosofal.

4 comentarios:

  1. Y es que lo único permanente en la vida, es el cambio. Bonito texto. ;P

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    1. Lo constante es el cambio. Esa es la paradoja.
      Gracias :)

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  2. Y fue afortunado el viejo alquimista. La mayoría, pese al sufrimiento y la incertidumbre que produce el cambio constante, no conseguimos alcanzar esa anhelada sabiduría. Sin rastro de piedra.

    Un abrazo.

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    1. La sabiduría suele ser esquiva, pero es raro que al final no se acabe recibiendo ese regalo.
      :)
      besos

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