(24ª parada)
"Procuraré con diligencia que, después de mi partida, podáis tener memoria de estas cosas en todo momento".
(2ª Epístola de San Pedro, cap. 1: 15)

Se le ha llamado
“rey de los juegos” y
“juego de reyes”. Términos como:
defensa india de rey; gambito Evans; defensa Grünfeld; apertura inglesa, española; defensa francesa, Caro-Kann, nimzoindia, siciliana, Keres; gambito de dama declinado; variante Merano de la defensa semi-eslava, y un interminable etcétera son más o menos habituales en los comienzos de las recias batallas que tienen lugar en sesenta y cuatro escaques blancos y negros. Es ajedrez. Un juego complejo: se estima que con 64 casillas y un total de 32 piezas al inicio, el número de posibilidades que pueden lograrse (número de Shannon:
10^120) excede el número de átomos que se estima que existen en el universo (entre unos
4×
10^78 a
6×
10^79,
por favor, que alguien me diga quién ha sido el 'sobrado' al que se le ha ocurrido contarlos).
Es un juego de guerra que se supone originario del valle del Indo, en el siglo VI de nuestra era. Entonces era
chaturanga (
o juego del ejército), para cuatro jugadores, pero rápidamente difundido por las rutas comerciales llegó a Persia, de ahí al imperio bizantino y se siguió extendiendo por toda Asia. Los árabes adoptaron este juego con gran entusiasmo, al punto que estudiaron y analizaron en profundidad sus mecanismos, escribieron numerosos tratados sobre ajedrez y desarrollaron el sistema de notación algebraica. El juego llegó a Europa entre los años 700 y 900, a través de la conquista musulmana de la península Ibérica.
Hay anécdotas curiosas de esta etapa. Por ejemplo, aquélla que nos cuenta cómo Ibn-Ammar (el amigo y consejero del rey-poeta taifa de Sevilla Almutamid), hombre muy inteligente y culto además de excelente rapsoda, fue enviado por su señor al campamento de Alfonso VI de Castilla, que había invadido el reino sevillano. Se presentó ante el castellano llevando un ajedrez con figuras de ébano y oro. Alfonso, gran aficionado a este juego, no pudo resistir el desafío del musulmán. Las condiciones de Ibn-Ammar fueron: se juega una partida y si gana Alfonso, suyo será el fantástico tablero con sus piezas; pero si el vencedor es el árabe, el rey cristiano deberá concederle una petición que le haga. Después de pensárselo un tiempo, Alfonso acepta y comienza la partida, que durará tres días. Al final, Ibn-Ammar da “jaque mate” (castellanizado de al-shah-mat, “el rey ha muerto”) y vence al sexto de los alfonsos. La petición fue: el castellano saldrá con sus tropas fuera de las fronteras de Almutamid y durante un año no podrá invadirlas. El rey Alfonso cumplió su palabra, dio la orden de retirada a sus tropas y durante un año no molestó a los sevillanos.
La expansión del ajedrez no conoce límites. En las excavaciones de una sepultura vikinga hallada en la costa sur de Bretaña se encontró un juego de ajedrez, y en la región francesa de los Vosgos se descubrieron unas piezas del siglo X, de origen escandinavo, que respondían al modelo árabe tradicional. Durante la Edad Media, fue en las penínsulas Ibérica e Itálica donde más se practicaba. Se jugaba de acuerdo con las normas árabes descritas en diversos tratados de los que fue traductor y adaptador el rey Alfonso X el Sabio. A partir de aquí, la progresión y evolución de este juego lo ha llevado hasta donde ya sabemos. Durante los siglos XVIII y XIX cuando el ajedrez, que había sido hasta entonces el juego predilecto de la nobleza y la aristocracia, pasó a los cafés y las universidades, su nivel mejoró de manera notable. Comenzaron a organizarse partidas y torneos con mayor frecuencia, y los jugadores más destacados crearon sus propias escuelas.
Y aquí tenemos esta compleja combinación de
entretenimiento,
arte y
ciencia. Desde muy jovencito me enganchó este juego, por la facilidad de producir combinaciones de gran belleza con escasos medios. Recuerdo cuando empecé a practicar, que veía tableros y movimientos de
fichas por todas partes y trataba de organizar en mi mente aquel baile interminable de figuras. Al final, la cosa cobraba sentido. También recuerdo, con ese pelín de nostalgia, que fue la primera cosa en que superé a mi padre
(¡el inevitable relevo generacional!) y pasé de ser el
sparring de nuestras partidas a sentirme eludido por alguien que quería evitarse otra derrota. Llegué a admirar las partidas de los grandes genios del ajedrez: partidas memorables de jugadores no menos memorables. Entre mis favoritos estaban Mikhail Tahl y el “campeón sin corona” David Ionovich Bronstein (alguna de sus partidas me ha erizado el pelo), pero qué decir de Kasparov, Alekhine o, sobre todo, de
Bobby Fischer.

No suelo escribir en este blog movido por los últimos sucesos de actualidad, pero en este caso voy a hacer una excepción. Precisamente, a propósito de Fischer. Ayer me enteré de su fallecimiento. La historia personal de Robert James Fischer es de lo más complicada. Nacido en Chicago el 9 de marzo de 1943, fue de esos niños que han tenido que padecer una infancia difícil y de abandono, criado sin padre en un ambiente de grandes penurias económicas. Al fracasar el
matrimonio Fischer, Bobby (de la mano de su madre y de su hermana) tuvo que trasladarse a los 2 años de edad a Brooklyn, New York. Allí, su hermana Joan le regaló un pequeño tablero con instrucciones para que se entretuviera y no diera la lata en casa. Tenía 6 años y así empezó su carrera ajedrecística: aprendiendo en solitario con su tablero y el manual de instrucciones. No es algo que se ajuste al estereotipo del típico jugador de ajedrez. A los 8 años jugó una partida importante y perdió. Se trataba de una sesión de simultáneas contra el maestro Max Pavey y fue derrotado en sólo 15 minutos. Pero, a partir de ahí, apasionado sin límites por el ajedrez, abandonó la escuela primaria y comenzó a deslumbrar al mundo del tablero. No había sido considerado un niño prodigio
(a pesar de su desmedido cociente intelectual, entre 181 y 184, superior incluso al de Albert Einstein), sino que su genio despertó en la adolescencia. Y, aunque no se graduó en el instituto, su madre logró que John W. Collins, tutor de reputados ajedrecistas, le aceptara como alumno. Eso fue en 1956. En el 57, con 14 años, ya era campeón de Estados Unidos. En agosto de 1958 (con 15 años) llegó a ser el jugador más joven en lograr el título de Gran Maestro al ganar el Interzonal de Portoroz y clasificarse para el Torneo de Candidatos al título mundial. Decidió convertirse en jugador profesional, aunque, por aquel entonces, el ajedrez no daba para vivir. Pero a Fischer le daba igual.
Además de ser un jugador de talla excepcional, el ascenso de Fischer en el panorama ajedrecístico fascinó al mundo por otro motivo. Desde la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética había convertido al ajedrez en una bandera de su supremacía intelectual y moral sobre el capitalismo. Además de los escenarios habituales de la guerra fría, el deporte (la competición en general) era un espacio perfecto para establecer jerarquías entre dos modelos opuestos. Y en el ajedrez, la situación pintaba inmejorable para los soviéticos: su distancia era de años-luz frente al resto de países, en especial de los occidentales. El ajedrez era el auténtico opio del pueblo soviético, su religión particular.
En este ambiente y después de varios fracasos en el torneo de candidatos, Fischer denunció (a través de un polémico artículo publicado en
Sports Illustrated) algo que muchos comentaban en privado pero que no se atrevían a hacer en público: las maniobras de los jugadores soviéticos, al amañar las partidas que disputaban entre ellos para perjudicar a los jugadores occidentales. La Federación Internacional (FIDE) cambió el sistema de competición de liga por el de eliminatoria y Fischer volvió a participar en el ciclo del Campeonato del Mundo. En 1972, con unos asombrosos resultados que comenzaron en el Interzonal de Palma de Mallorca dos años antes y asombrosas victorias ante el ruso Mark Taimanov (6-0), Bent Larsen (6-0) y Tigran Petrosian (6,5-2,5), consiguió enfrentarse al campeón Boris Spassky en el
"match del siglo". El torneo se celebró (casi no llega a disputarse por las reivindicaciones económicas de Fischer) en Reykjavik, Islandia, en medio de la otra batalla: Era algo más que un simple enfrentamiento deportivo. Era el desafío del genio estadounidense al monopolio soviético. El momento álgido que vivía la guerra fría permitió que, una vez más, la política invadiera el mundo del deporte. Por eso, aquel enfrentamiento acaparó la atención mundial durante varias semanas. En medio de este clima paranoico, dos maneras de entender el mundo se enfrentaban en Reykjavik. A veces, la historia se escapa de los designios de sus protagonistas y aquél fue el caso. En una pequeña habitación, Fischer y Spassky libraron un duelo a escala de la gran partida por el dominio del mundo que mantenían los Estados Unidos y la URSS. El duelo ajedrecístico coronó campeón al americano. Tenía 29 años. El mérito de la victoria es que Fischer peleó en solitario. El talento individual de un genio (para casi todos los expertos el mejor jugador de la historia) y una asombrosa capacidad de trabajo habían podido con cuatro décadas de hegemonía de un imperio. Porque Fischer preparó la partida solo, sin ayudas, mientras que todo el mundo del ajedrez en la URSS (y lo que ello conllevaba) se volcó en ayuda de Spassky.

El triunfo sobre Spassky fue el comienzo del fin para Fischer y supuso la retirada prematura de este genio del ajedrez. Habiendo elevado en aquel verano de 1972 la figura del ajedrecista a una popularidad comparable a la de una estrella de cine o un grupo de rock, la carrera del mejor jugador de la historia transcurrirá cuesta abajo a partir de este instante. Sus excentricidades, manías y fobias habían crecido al ritmo de su juego y ya pesaban demasiado. Tras coronarse campeón del mundo, se borró del mapa: no quiso defender su corona ante la joven estrella rusa Anatoly Karpov y la FIDE le desposeyó del título por incomparecencia. Sólo reapareció con mucha polémica en Steti Stefan (Yugoslavia, en la actual Montenegro), después de 20 años, para volver a derrotar a Spassky. Fischer escupió contra la prohibición del gobierno estadounidense para que jugase en un país sometido a embargo por la guerra de los Balcanes y se ganó un lugar de honor en el listado de objetivos de la CIA y el FBI. Pasó por varios lugares: Alemania, Hungría, Hong Kong y Filipinas. Y de aquí a Japón. En 2005 fue detenido en el aeropuerto de Narita (Tokio, Japón), por usar un pasaporte no válido: los nipones habían cancelado repentinamente su visado. Pero finalmente, el gobierno islandés (país al que Fischer había pedido asilo político unos meses antes), en agradecimiento a lo que hizo por llevar el nombre de Islandia al mundo en 1972, le concedió la nacionalidad. Poco antes de morir, el hombre con un cociente intelectual superior al de Einstein pide cervezas en las panaderías y se queda dormido en cualquier librería de Reykjavik
(la Huersfisgatif, por ejemplo). Y se arrastra por el Distrito 101, el Centro de la capital islandesa. Era un espectro ambulante que, al fin, tuvo que ser internado por sus recurrentes ataques de paranoia y delirios combinados con manía persecutoria. En Islandia falleció a los 64 años de una insuficiencia renal.
La trascendencia de Fischer en el ajedrez no admite discusión. Es el tipo de persona que marca un antes y un después. Como ajedrecista, se le considera un genio. A su manera, representó el espíritu de los 70’s: insolente, brillante, neurótico, individualista, ingobernable. Como si fuera el protagonista de
El séptimo sello, sólo la muerte podría ganarle al ajedrez. Y, como en la película de Bergman, el reto estaba servido. Sin embargo, el peor rival de Bobby Fischer fue, precisamente, Bobby Fischer. En palabras de Boris Spassky, con quien finalmente mantuvo una relación amistosa:
"Por carácter, Fischer es espontáneo y orgulloso. Dice lo que piensa. Pero a este tipo de personas les resulta muy difícil vivir en una sociedad moderna, y me parece que Fischer se encuentra muy solo. Ésta es una de sus tragedias...".