“Dios le dijo a Caín: ¿Dónde está Abel, tu hermano?
Y él respondió: No sé. ¿Acaso soy yo guarda de mi hermano?”
(Libro del Génesis, cap. 4: 9)
TRES REINAS SIN REINO
III.- La reina roja: FRATERNIDAD
Maloyaroslavetz, límite de la agresión. Inicio de la fuga y de la aniquilación del enemigo. General Kutuzov.
Recuerdo bien que, de camino a Moscú, la columna de vehículos se detuvo un breve instante en aquel lugar. Me incorporé en mi camilla lo suficiente para observar la lápida con la inscripción. Esas pocas palabras llevan a la memoria de los moscovitas el límite máximo que alcanzó el ejército napoleónico en octubre de 1812, el punto más allá del cual ningún soldado francés logró dar un paso y que señaló el inicio de la retirada más desastrosa de la época. Pero, después de ciento veintinueve años, superado el octubre de 1941, los pocos moscovitas y soldados desbandados en retirada, apresurados y ateridos, que íbamos pasando ante la lápida camino de la capital nos preguntábamos angustiados dónde se iba a colocar la destinada a señalar el límite de la agresión nazi. Los más optimistas confiaban en la barrera natural de los Urales (más allá de la cordillera, a la Rusia asiática, se estaban transfiriendo fábricas enteras), pero nadie se atrevería a apostar un rublo por la suerte de la capital soviética. La Wehrmacht se reveló más aguerrida que las tropas napoleónicas, mientras que el Ejército Rojo, en estos primeros meses, demostró una total impreparación para la guerra y una absoluta carencia de jefes carismáticos de la clase de Kutuzov, el general que derrotó a Napoleón. Aquel otoño de 1941 fue muy triste para todos nosotros. La situación era desesperada: Leningrado, sitiada; Minsk, Odessa, Esmolensko y Sebastopol habían caído... y en sólo tres meses de guerra.
Desde los primeros días de octubre, los alemanes habían puesto en marcha la Operación Tifón para adueñarse de Moscú antes de la llegada del invierno. Pero, al menos en esto, la suerte estuvo de nuestra parte: a falta de un Kutuzov, el General Invierno decidió acelerar su llegada para detener el arrollador avance alemán. El plan Barbarroja de Hitler había previsto una campaña velocísima para apoderarse de Rusia, que debería concluir a finales del otoño, antes de un alarmante descenso de las temperaturas. Pero el termómetro indicaba que esa opción ya se había frustrado. Ahora, la blitzkrieg apuntaba directamente al corazón de la U.R.S.S., a Moscú, de acuerdo al nuevo plan. Fue de este modo como, en su frenético avance, las divisiones acorazadas nazis de Hoth y de Hoppner, realizando una maniobra de tenaza, terminaron por embolsarnos en la línea defensiva de Viasma (entre Esmolensko y Moscú) el 10 de octubre. Las órdenes del mariscal Koniev a los oficiales a su cargo y, por tanto, a los cientos de miles de soldados que fuimos cercados en aquella bolsa eran claras: antes que rendirse, había que resistir a toda costa para evitar la rápida progresión hacia Moscú de Von Bock, el feldmariscal que dirigía los ejércitos alemanes en la Operación Tifón y a quien sus soldados llamaban Der Sterber (“el que siembra la muerte”). Y como las órdenes eran precisas, pasamos días y más días tratando de resistir como pudimos. La furia del cañoneo alemán sobre nuestro batallón fue tan intensa, que acabó desmembrándolo hasta que las compañías que lo integraban quedaron incomunicadas en medio del caos logístico y el fragor de las explosiones. La situación fue desesperada para el pelotón del que yo formaba parte: roto todo contacto, nuestro sargento, otros cinco soldados, Veselin y yo acabamos totalmente aislados y a merced de los temibles panzer que no dejaban de hostigar nuestra posición.
Conocí a Veselin en un ferrocarril repleto de tropas que nos transportaba a Esmolensko para organizar la defensa de la ciudad, asediada en julio. La idea de la guerra me traía grandes dudas a la cabeza acerca de mi valentía, así que estuve cambiando de vagón varias veces en un intento de mitigar mi ansiedad con breves paseos. A veces, tenía que abrirme camino con esfuerzo entre cuerpos (todavía vivos... ¿hasta cuándo?, pensaba) de soldados que permanecían de pie a lo largo de todo el convoy. Al fin pude ocupar un nuevo asiento. El soldado sentado enfrente de mí era Veselin. Me fijé en su mirada perdida y en su expresión, que me pareció demasiado serena, como si no estuviera en ese lugar o no fuera consciente de la suerte aciaga que en corto plazo nos esperaba a muchos. En cambio, yo estaba muy inquieto. Intenté disminuir el nerviosismo que me oprimía las entrañas tratando de entablar una intrascendente charla con ese hombre inmune al traqueteo del tren, inmune a la idea de una muerte atroz, inmune a lo terrible de los días que nos estaba tocando vivir... Él no parecía muy interesado en conversar. Siguió ajeno al entorno hasta que mencioné mi lugar de origen, allá en tierras siberianas. Ese dato le arrancó del ensimismamiento y devolvió expresión a su mirada. El azar había colocado frente a frente a dos paisanos: él me contó que vivía apenas a 10 kilómetros de mi casa... ¡y ahora nos encontrábamos por primera vez a miles de kilómetros de distancia del hogar! Hablar de nuestra lejana tierra me trasladaba a otro momento y me ayudaba a olvidar el que se acercaba. Nuestra vecindad era una simple coincidencia en unas vidas tan diferentes. Mientras que yo me dedicaba a la mecánica como jefe de un pequeño equipo en un taller, Veselin era un hombre de las nieves, un cazador solitario. Es posible que el insignificante detalle de nuestra proximidad geográfica, sumado a la gran añoranza de otro tiempo y otro lugar, fuera la excusa perfecta que necesitábamos en aquellas condiciones excepcionalmente duras para comenzar a fraguar una intensa amistad. En los meses que nos iban acercando al invierno de 1941, nos convertimos el uno en la sombra del otro y decidimos que íbamos a cuidarnos para volver sanos y salvos a casa. Mi confianza en Veselin era enorme. Su experiencia como tirador y su capacidad de supervivencia en situaciones adversas era todo un seguro. Ya me lo había demostrado en la breve defensa y posterior retirada de Esmolensko. Pero aquel 9 de noviembre, bajo los mazazos de la artillería nazi, contemplando a estos ocho hombres solitarios perdidos en la nieve, pensé que habíamos llegado al fin de nuestro propósito... En un instante, un proyectil disparado por un blindado alemán impacta en la trinchera natural donde estamos agazapados y siega la vida de seis camaradas. Todo salta por los aires... cuerpos mutilados, nieve roja... La escena es indescriptible... Desorientado y perturbado, miro desde el suelo hacia todas partes, tratando de hacerme cargo de la situación, pero algo no marcha... Además de un enloquecedor zumbido en los oídos, llegan otras sensaciones y se hace insoportable el dolor en mi pierna izquierda. Estoy mareado y muy asustado. La hemorragia es horrible... Veselin, único superviviente además de mí (aunque en esos momentos de aturdimiento no sabía si estaba muerto o vivo), se apresura a atenderme. Él parece no haber sufrido ningún daño de consideración. Una vez más, su experiencia le ha permitido protegerse instintivamente mejor que los otros. Consigue aplicar en mi pierna un torniquete que funciona y me arrastra por la nieve hacia un bosquecillo próximo sin llamar la atención de los alemanes. Antes de desvanecerme, sólo consigo escuchar estas palabras casi ahogadas en medio del pitido que aún no cesa: "Andrei, vamos a salir de esto, yo me encargo..."
Despierto al día siguiente (eso me dice Veselin). Tengo bien vendada y entablillada mi pierna. Todavía no estamos a salvo, ni mucho menos. Pero mi amigo ha improvisado una rudimentaria camilla para transportarme hasta una unidad de nuestro ejército. Ha leído el rastro en la nieve. En otro camino hay huellas recientes de un T-34 y ninguna de panzers. Buenas perspectivas de camino despejado. Sin embargo, la marcha que llevamos es muy lenta y tememos que se esfumen nuestras posibilidades de supervivencia. Le he pedido a Veselin que considere la posibilidad de abandonarme para buscar ayuda con más rapidez. Yo sólo le sirvo para frenar su marcha. Pero él me ha dicho que seguiremos juntos. Por fin, al cabo de tres días angustiosos en que pensamos que moriríamos congelados antes que liquidados por los alemanes, llegamos a reunirnos con otro batallón que ha decidido abandonar la bolsa por una brecha abierta en las líneas alemanas y dirigirse hacia Moscú. Aquí todo está perdido y es preciso reservar efectivos para defender la capital.
Dejando atrás poblados arrasados y viviendas en llamas, finalmente contactamos con tropas razonablemente organizadas de camino a Moscú. Nuestro trayecto termina al llegar a la apesadumbrada capital que, en el transcurso de varias semanas, será sitiada por el enemigo. Sin embargo, los nazis no conseguirán capturar la ciudad (a pesar de lo cual, llegamos a saber que incluso se habían confeccionado las invitaciones para el desfile triunfal ante el Kremlin... ¡qué estúpido es vender la piel del oso antes de cazarlo!). De todas formas, mi participación como soldado en la guerra ya había terminado en aquel bosque de la zona de Viasma. Pasé más de un mes en un hospital moscovita recuperándome de las heridas y la cojera permanente que ha quedado en mi pierna izquierda me ha inhabilitado para el ejército. El resto de la guerra transcurrió para mí en una fábrica de montaje de cazas. Cientos de Sturmoviks pasaron por mis manos. Pero hay otro asunto que no me quito de la cabeza, un pensamiento fijo clavado en mi mente: ¿Qué habrá sido de Veselin? Visité su aldea, fui hasta su isba, pero él no había pasado por allí. No tenía familia que pudiera informarme si seguía vivo o había muerto. No supe nada de él desde que nos despedimos en Moscú. Ese día, pasó por el hospital para decirme que se incorporaba a un batallón bajo las órdenes de Rokossovsky con la misión de lanzar una ofensiva en la cercana Kalinin, al noroeste de Moscú. Empezábamos a devolver el golpe a los alemanes. Y ya no supe nada más de él ...hasta hoy. Porque hoy, cinco meses después de terminada la guerra, en otro octubre muy diferente al de 1941, he recibido una carta de Veselin.
Querido Andrei:
Al fin conseguí saber de tu paradero gracias a las amables indicaciones de tu amigo, el capitán Tikomirov, con quien estuviste reunido en agosto. Seguiré en Leipzig unos pocos días más, pero estoy deseando volver a la patria y darte un fuerte abrazo. Tengo muchas cosas que contarte, que pueden esperar hasta nuestro encuentro.
Pero hay algo que prefiero no demorar más. ¿Recuerdas que, antes de despedirnos en aquel hospital de Moscú, tú me agradecías una y otra vez por haberte salvado la vida en la zona de Viasma? Cuántas veces me han perseguido tus palabras en estos años. Porque yo callé. Y tenía que decirte que tú también habías salvado la mía. Mucho antes, desde nuestro primer encuentro en el ferrocarril. Ya sabes que, al perder a mi familia, había perdido también toda ilusión de seguir adelante. Para mí, la guerra era casi un alivio, ya que me daba la oportunidad de terminar de una manera algo digna, quién sabe... un acto heroico, un mártir más para la patria. Estaba dispuesto a solicitar las misiones más arriesgadas, a exponerme a los mayores peligros para terminar cuanto antes. No importaba. Nada tenía sentido.
Pero, en unos meses, tú te convertiste en mi hermano y me sujetaste otra vez al mundo con un ancla de esperanza en nuevas oportunidades, a pesar de la guerra que nos envolvía. Y redescubrí la camaradería, olvidada por el huraño cazador. Y volvía a tener sentido cuidar de alguien y ser cuidado por alguien. ¡Qué días de recuerdo indeleble fueron los que pasamos en la bolsa de Viasma! El antiguo cazador hubiera respondido a su instinto de supervivencia y te hubiera abandonado a tu suerte, para no tener que cargar con un lastre irrecuperable. Pero ese ser ya no existía. Ahora, contigo sólo estaba tu hermano, pensando en cómo sacarte de ahí, aunque ambos muriéramos. Y también en esto me salvaste la vida. Mi experiencia me hace pensar que, por la situación en que nos encontramos durante aquel tiempo en medio de bosques helados, es muy probable que un hombre solo hubiera acabado pereciendo por congelación. Pero al tener que llevarte conmigo, al tener que mantenerte caliente, yo mismo me estaba manteniendo caliente... esforzándome en arrastrarte por la nieve, sentía calor; frotando tus brazos y tus piernas para que entraras en calor, yo también entraba en calor; permaneciendo juntos, nos calentábamos juntos ambos cuerpos. Sobreviví gracias a ti. Nos salvamos la vida, el uno al otro, aunque no te dieras cuenta. Nuestro lazo permitió que siguiéramos vivos. Aprendí que no se debe menospreciar la inmensa fuerza que queda en el interior de una persona, por acabada que parezca. Es una locura dejar de luchar por un hermano y abandonar.
Y, ahora, nada deseo más que reencontrarme contigo para celebrar que podremos volver juntos a casa.
Ten listo tu mejor vodka.
Ваш брат, Veselin

EPÍLOGO
En una escena de The Matrix, Morfeo ofrece a Neo las respuestas a sus preguntas. Pastilla roja o pastilla azul. Sólo se puede elegir una de las dos. Y una sola vez. En cambio, las tres reinas son como tres pastillas (azul, blanca y roja) que se toman en dosis completa y continua. De nada sirve tomar una y dejar las otras dos. Deben actuar siempre juntas.

Ya cité una vez (aquí) unas palabras de José Luis Sampedro, quien (hablando de las directrices políticas de los grandes bloques) decía que el bloque occidental se ha preocupado de la LIBERTAD: que todos sus ciudadanos se sientan libres para desarrollar sus vidas; mientras que el bloque del Este (al otro lado del telón de acero, cuando existía) mostró fijación por la IGUALDAD: que todos sus ciudadanos se sintieran iguales en oportunidades, derechos y deberes. Pero, lamentablemente, tanto unos como otros se olvidaron de la FRATERNIDAD, ese ingrediente tan importante para dar sentido al conjunto.
La historia ha dejado pregoneros y abanderados de estas tres reinas, caminando juntas. Lo han intentado desde la espiritualidad y desde el laicismo con resultados parecidos (más bien escasos, para tanto entusiasmo). Se me ocurre pensar en el esfuerzo de los revolucionarios franceses y en el de aquellos independentistas de las Trece Colonias. También pienso en el rabino galileo que, preguntado acerca de lo más importante de la Torah (enseñanza o instrucción), repite las palabras de Moisés para condensar en apenas una frase la esencia de sus principios: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (libro del Levítico, cap. 19: 18). Y corona a la LIBERTAD en “amarás” (sólo puede amar de verdad quien es libre de verdad), a la IGUALDAD en “como a ti mismo” y a la FRATERNIDAD en “a tu prójimo”. Tres reinas que siguen buscando su trono en la Humanidad.
La historia ha dejado pregoneros y abanderados de estas tres reinas, caminando juntas. Lo han intentado desde la espiritualidad y desde el laicismo con resultados parecidos (más bien escasos, para tanto entusiasmo). Se me ocurre pensar en el esfuerzo de los revolucionarios franceses y en el de aquellos independentistas de las Trece Colonias. También pienso en el rabino galileo que, preguntado acerca de lo más importante de la Torah (enseñanza o instrucción), repite las palabras de Moisés para condensar en apenas una frase la esencia de sus principios: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (libro del Levítico, cap. 19: 18). Y corona a la LIBERTAD en “amarás” (sólo puede amar de verdad quien es libre de verdad), a la IGUALDAD en “como a ti mismo” y a la FRATERNIDAD en “a tu prójimo”. Tres reinas que siguen buscando su trono en la Humanidad.
¿Seré tan utópico como me dicen? :D
No voy a engañarme: tengo ojos para ver este mundo, para ver dónde y cómo vivimos.
Otra cosa es que me guste todo lo que veo. No, no me gusta.
Pero voy a tirar de nuevo de una de mis 'gritonas' favoritas (Alanis) para dar gracias por algunas de las pequeñas o grandes miserias con las que hay que convivir cada día. A veces por contraste, ellas me enseñan lo que en verdad quiero y por lo que merece la pena dejarse la piel, mientras este mundo sigue siendo este mundo. Así que:
Gracias, India; gracias, terror; gracias, desilusión; gracias, fragilidad; gracias, consecuencia;
gracias, gracias, silencio.
Gracias, India; gracias, providencia; gracias, desilusión; gracias, inexistencia; gracias, claridad;
gracias, gracias, silencio.
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No voy a engañarme: tengo ojos para ver este mundo, para ver dónde y cómo vivimos.
Otra cosa es que me guste todo lo que veo. No, no me gusta.
Pero voy a tirar de nuevo de una de mis 'gritonas' favoritas (Alanis) para dar gracias por algunas de las pequeñas o grandes miserias con las que hay que convivir cada día. A veces por contraste, ellas me enseñan lo que en verdad quiero y por lo que merece la pena dejarse la piel, mientras este mundo sigue siendo este mundo. Así que:
Gracias, India; gracias, terror; gracias, desilusión; gracias, fragilidad; gracias, consecuencia;
gracias, gracias, silencio.
Gracias, India; gracias, providencia; gracias, desilusión; gracias, inexistencia; gracias, claridad;
gracias, gracias, silencio.
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