(área de descanso nº 115)
"En días venideros vendrá gente que se burlará diciendo: (...) desde que murieron nuestros antepasados, todas las cosas siguen igual a como eran al principio...".
(2ª carta de Pedro, cap. 3: fragmentos de los vs. 3 y 4)
(2ª carta de Pedro, cap. 3: fragmentos de los vs. 3 y 4)
Podría decirse que, en un mundo de presas y depredadores, es esencial que todo bicho viviente que quiera seguir en el juego haya desarrollado una apropiada habilidad para percibir el movimiento, los cambios. Lo contrario supondría una debacle. También parece cierto que, además de la reacción instintiva, hay un aprendizaje basado en la experiencia que lleva a unas respuestas más elaboradas, más precisas. Es por eso que hay cambios que nos ponen muy alerta o en situación de cosechar sus consecuencias (ya sean positivas o negativas), mientras que otros cambios apenas nos harán elevar una ceja. Como mucho. Tiene su lógica: si estoy pasando una tarde apacible a la orilla de un río y a un pececillo le da por pegar un saltito corto sobre la superficie del agua, no tendría sentido que persistiera en mi ánimo la alteración pasajera producida por el tenue eco de la salpicadura invadiendo los sonidos que ya flotan en el ambiente, mucho más allá de su extinción.
Nuestro cerebro percibe todo con interés y, después de la tarea de procesado (que inevitablemente lleva su tiempo, por brevísimo que sea), decide si hay que cambiar el foco de interés en otra dirección. Con un ejemplo: cuando uno mira de repente uno de esos relojes con segundero, que van marcando cada segundo salto a salto, por un instante se tiene la sensación de que el reloj está parado. Ese primer segundo que transcurre hasta el próximo salto de la aguja parece durar mucho más de un segundo y de ahí proviene la fugaz impresión de que hay una avería en el mecanismo del reloj. Pero eso solo es debido a nuestro cerebro, que estira la percepción del tiempo hasta que asumimos esa experiencia (que por una vez más se hace novedosa) del paso-de-un-segundo-en-un-reloj-con-segundero. Entonces, todo vuelve a la normalidad. La normalidad parece ser ese estado de cosas en que todo sucede sin grandes sobresaltos (o con sobresaltos asumibles), pero siempre teniendo en cuenta que tal cosa no supone una ausencia de cambios. Esto me lleva al síndrome del sapo cocido.
Supongo que tú ya sabes qué es eso del síndrome del sapo cocido. Es fácil de explicar. No he tenido la tentación de comprobar la veracidad del hecho concreto que hay detrás del enunciado, pero voy a dar por sentado que la práctica con humanos en circunstancias similares (más metafóricas que literales, por supuesto) ha arrojado suficientes datos como para darlo por bueno. Y es de una aplicación metafórica de lo que se trata.
Parece evidente que si se introduce un sapo vivo en un recipiente conteniendo agua de su propia charca pero en estado de ebullición, el pobre animal saltará inmediatamente fuera del recipiente para salvar la vida. En cambio, si se coloca al mismo sapo en un recipiente lleno con agua de su propia charca a temperatura ambiente, el incauto animalillo se quedará inmóvil y tan tranquilo. Ahora viene la parte truculenta. Gradualmente, se va calentando el agua, poco a poco, hasta que hierva. Resulta que el sapo seguirá ahí inmóvil, sin saltar afuera de esa trampa mortal (pero pudiendo hacerlo), hasta quedar cocido.
La trampa consiste en haber conseguido que los cambios que estaban teniendo lugar en el ambiente en que estaba inmerso el sapo fueran lo más imperceptibles que se pudiera lograr. Imagina este conocimiento en manos de los manipuladores de masas, los artesanos de la persuasión. Bueno, pues el caso es que ya lo tienen y desde hace muchos siglos. Y no se cortan a la hora de aplicarlo. Cuando echamos la vista atrás, notamos la gran cantidad de cambios que se han producido en solo el tiempo que abarca nuestra corta vida, desde pequeñitos hasta ahora. Sin embargo, a veces es difícil notar cuándo sucedieron esos cambios concretos, porque fueron la suma de otros menores, de tal magnitud que los íbamos asumiendo con bastante naturalidad. Adaptarse o morir, nos dicen. Claro, es imposible adaptarse al agua hirviendo de golpe, aunque no hay problema con pequeñas subidas de temperatura constantes. Pero el resultado final puede ser el mismo.
Pequeñitos desvíos en el timón de cada uno, que quizás no sean más que las etapas de un rumbo ya trazado de antemano por los directores del cotarro. Es una interesante forma de que otros hagan lo que tú quieras, pero como si fueran ellos mismos los que lo hubieran elegido, ¿no es así? En apariencia, la libertad no queda comprometida cuando, en realidad, lo que se está haciendo es hervir la libertad, desnaturalizarla.
No puedo menos que recordar, en este mismo sentido, una fábula de Esopo titulada "El viento del norte y el sol". El texto de la fábula dice algo así:
El sol y el viento, para comprobar quién era más fuerte de los dos, se desafiaron para ver quién era capaz de quitar los vestidos al primero que pasara. El viento sopló con todas sus fuerzas pero cuanto más se esforzaba, el hombre se apretaba más a la ropa y además, al sentir frío, se echó por encima su abrigo. El sol no se esforzó demasiado: se limitó a lucir. El viajero, sudando, se quitó toda la ropa para correr a bañarse.
Creo que no hace falta que te diga la moraleja. Ya la habrás adivinado: "La persuasión es mucho más eficaz que la violencia". Indudable. Los que detestamos la violencia (y reaccionaríamos con brío ante cualquier forma de violencia que aparezca en nuestro camino) no estamos exentos de caer en otras redes del control que se cierne sobre nosotros. Las antiguas batallas van dejando paso a otras más sutiles, combatidas por ejércitos de soldados aparentemente inmóviles.
Lo del sapo no lo conocía, pero que duda cabe que a nosotros nos están intentnado cocer poco a poco como individuos y como grupo/sociedad y me parece que el agua está ya bien calentita así que deberíamos pensar en saltar del cazo.
ResponderEliminargenial el post :-)
El sindrome del sapo cocido???
ResponderEliminarSuena interesante...pobre sapo...pobre poseedor de síndrome.
;-)
Jeanne