Hay palabras que, a fuerza de abusar de ellas, se van apolillando sin remisión. O, también, se las pone en contextos tan corrosivos que es imposible que soporten la abrasión constante, hasta que sus mismas entrañas quedan a merced de esa atmósfera en que se diluirán sin apenas dejar rastro. Podríamos hacer una lista y (¡quién sabe!) emprender alguna acción para rescatar todo aquello que significan.
La democracia fue un salto cualitativo muy relevante en la forma de organizarse y gobernarse los grupos humanos. En esencia, es el paso de la ley del más fuerte (lo de fuerte, en todas las acepciones del térmimo) a otro sistema en que todos y cada uno son igual de importantes en el desarrollo de la comunidad. Y digo en esencia, aunque también lo es (lamentablemente) en teoría, porque en la práctica sería imposible encontrar una sola democracia en toda la Historia de la Humanidad en que se cumpla este supuesto. Pero, volviendo al plano teórico, es una nueva concepción de la organización comunitaria, radicalmente diferente a las tiranías, las plutocracias, las monarquías, los feudalismos, las aristocracias, etc...
Si algo faltó en los orígenes, fue una formulación cabal de los derechos inalienables de los seres humanos, adquiridos por el mero hecho de nacer humanos. Muchas cosas quedaban por madurar todavía... Esta arcaica concepción de lo humano motivó que en las primeras democracias (por ejemplo, la ateniense de Pericles) quedaran excluidos los extranjeros, los esclavos, las mujeres. Por el contrario, demiurgos (artesanos) y geomoros (campesinos) constituían ese demos que, junto a los eupátridas (nobles), tratarán de dirigir los destinos de Atenas.
Salvando estas importantes deficiencias, pienso que la nota fresca de las democracias antiguas estaba en la importancia novedosa que se concedía a la persona común. Y lástima que se excluyera a ciertas personas porque aún no se las considerara como personas. Pero ya por entonces era arriesgado proponer que tu opinión y la mía, que tu voto y el mío, deben ser considerados con el mismo valor. Un hombre: un voto. Incluso hoy, habrá quien se vea tentado a rasgarse las vestiduras con esto y argumente así: ¿acaso el voto de un anciano jubilado perdido en alguna remota aldea de la geografía nacional ha de ser tenido en la misma consideración que el de un prohombre de esa misma nación, un sabio y experimentado ciudadano, un auténtico v.i.p. reconocido por la comunidad? Pues resulta que sí, mal que a algunos les pese. Lo contrario, sería volver a una forma de aristocracia, o la aplicación de algún tipo de sufragio censitario. Pero no es sino uno de los maravillosos riesgos de la democracia el tratar por igual a quienes la vida ya hizo diferentes desde el principio, porque los derechos siguen siendo los mismos. Y eso no puede (¡no debe!) cambiarse.
Un problema añadido a este inicio defectuoso (pero prometedor) es la extensión de un sistema de democracia directa a uno representativo. Para pequeñas poblaciones, el sistema democrático resulta relativamente fácil de aplicar. Pero se multiplican los problemas en el momento en que ya no es posible reunir a la asamblea de todos los ciudadanos, al mismo tiempo y en el mismo lugar, para la toma de decisiones. Los representantes, ¿representan en realidad a sus representados o se acaban representando a sí mismos? ¿Velan más por los propios intereses o por los de la ciudadanía? Y más aún:
-¿cómo se eligen?
-¿hay transparencia a la hora de proponer las listas de los candidatos a la elección?
-¿se propone a los más capacitados o existe el favoritismo?
-¿se siguen aplicando los principios democráticos o ya no es posible?
Finalmente: ¿tienen todos los votos el mismo valor? Esta pregunta llega a ser respondida por la práctica: puede suceder que la lista más votada no sea la que más representantes obtiene en las elecciones. Y esto no deja de ser una forma de corrupción del propio sistema, por más que se quiera vender de otra manera (¿qué sucede con todos esos votos -es decir, personas- que no son tenidos en cuenta?). Y una vez abierta la puerta de las corruptelas, parecen colarse todas ellas en tropel... Y hay más. La democracia se ha revelado más vulnerable a los enemigos internos que a los externos, ante los cuales se muestra muy rocosa. Pero cuando alguien animado por el espíritu del totalitarismo llega a infiltrarse en los entresijos de la democracia, puede llevar a cabo los peores atropellos. Ejemplos abundantes tenemos y no quiero explayarme en este punto.
Recién estrenados los 90, me aficioné a las historias de crítica social, familiar y política que nos llegaban a través de esos monigotes de color mostaza, The Simpsons. En uno de sus episodios, Lisa Simpson experimenta un profundo sentimiento de decepción ante la corrupción que inunda el sistema. Entre sus dos redacciones patrióticas leídas en concurso local y nacional (respectivamente), "Las raíces de la democracia" y "Pozo negro en el Potomac", media el haber sido testigo de una trama de corrupción en que un congresista acepta un soborno para permitir que un bosque próximo a Springfield (por cierto, el mismo en que Lisa se inspiró para su primer escrito) sea talado para satisfacer la ambición del aprovechado de turno. La rabia e impotencia que embargan a la joven chavalilla son indescriptibles... Tanto le afecta la escena, que rompe su escrito original para tratar de desahogar su frustración en uno nuevo, reformado conforme a lo que acaba de descubrir. Después de la lectura de su segunda redacción, se sucede una delirante retahíla de acontecimientos en que los guionistas dejan sobradas muestras de ironía y cinismo.
Ahí permanecerá mientras tanto el gran riesgo: que a causa de los intermediarios se destruya lo mejor y más significativo de la democracia. Y es un riesgo que nos debería mantener siempre alerta.
De todas las formas de gobierno que hemos probado, no caben dudas de que la democracia es la mejor de todas ellas. O la menos mala, como dicen algunos. Si no es aún mejor, también es porque los humanos nos hemos revelado muy ingobernables. Está en nosotros, en nuestros genes. Pero, con todo, esto nunca debería parecernos suficiente. Huyendo del conformismo, podemos aspirar a más y mejor. Para ello, no habríamos de darnos por satisfechos con el placebo de pasar por las urnas cada cierto tiempo mientras que, de facto, permanecemos alejados de la marcha política de nuestros propios asuntos, a la vez que padecemos los resultados de decisiones ajenas.
Muy fresco tenemos, citando algo sobresaliente, el ejemplo de Islandia. Y, en el momento de plantearse la revitalización de todo el sistema, no parece un mal espejo en que mirarse.
De todas las formas de gobierno que hemos probado, no caben dudas de que la democracia es la mejor de todas ellas. O la menos mala, como dicen algunos. Si no es aún mejor, también es porque los humanos nos hemos revelado muy ingobernables. Está en nosotros, en nuestros genes. Pero, con todo, esto nunca debería parecernos suficiente. Huyendo del conformismo, podemos aspirar a más y mejor. Para ello, no habríamos de darnos por satisfechos con el placebo de pasar por las urnas cada cierto tiempo mientras que, de facto, permanecemos alejados de la marcha política de nuestros propios asuntos, a la vez que padecemos los resultados de decisiones ajenas.
Muy fresco tenemos, citando algo sobresaliente, el ejemplo de Islandia. Y, en el momento de plantearse la revitalización de todo el sistema, no parece un mal espejo en que mirarse.
Recomiendo el visionado de ese capítulo de The Simpsons.
ResponderEliminarEs el 2º capítulo de la 3ª temporada, titulado "La familia va a Washington".
No tiene desperdicio (o casi)
;)
Sin duda es la menos mala, nunca la mejor, de las formas de gobierno queha habido hasta ahora. Lo de Islandia me ha sorprendido, no lo sabía, y obviamente me ha sorprendido para bien, si que se debería tomar ejemplo de ellos, o del MAgreb... de alguien por dios... de alguien.
ResponderEliminarLos Simpson... geniales siempre, pero revisitaré ese capítulo que dices.