domingo, 30 de enero de 2011

sumando gotas

(área de descanso nº 114)
"No te apresures en tu espíritu a enojarte, porque el enojo reposa en el seno de los necios".
(Sefer Kohelet, cap. 7: 9)
.
Hay días en que, de repente, no sé por qué me siento como si fuera un atleta que corre los tropecientos metros vallas, pero que acaba lastrado arrastrando todas las vallas con el cuerpo. Es una imagen bastante cómica, más propia de un chiste que de la realidad, por supuesto. Pero ya digo que es sólo una sensación. El sentimiento puede no ser tan gracioso cuando se vive en primera persona (excepto que uno tenga el sentido común de pararse un rato, darse cuenta del papelón y reírse un poco de uno mismo para desangustiar, ejercicio que resulta bastante beneficioso) y lo que viene a ponerlo en evidencia suele ser alguna pequeñez, algo sin importancia. De ahí la sorpresa: ¿acaso una menudencia insignificante tiene tanto poder como para provocar un rapto emocional?
Daniel Goleman comenta en su conocido y recomendable libro Inteligencia emocional que es al psicólogo Dolf Zillmann a quien debemos, después de concienzuda experimentación, el conocimiento de la anatomía de la ira. Es cierto que el abanico de sentimientos que podemos tener es amplísimo y variado, pero el mecanismo de la ira puede ilustrar bastante bien cómo es la cosa esta de ir arrastrando vallas hasta que es una diminuta piedrecita en el camino la que le acaba transportando a uno a un frenesí de emociones. Dice Zillmann que el detonante universal del enfado es la sensación de hallarse amenazado, ya sea físicamente o también (como ocurre más a menudo) por otro tipo de amenaza simbólica para nuestra autoestima o nuestro amor propio. Estas percepciones son la que provocan una respuesta del sistema límbico con un doble efecto sobre el cerebro. Por un lado, está la secreción de catecolaminas: descargas puntuales de energía que se mantienen solamente por varios minutos y que sirven para preparar al cuerpo, a la espera de que nuestro cerebro emocional decida cómo reaccionar ante la amenaza. Pero, por otro lado, también hay una respuesta más duradera: una excitación adrenocortical, activada por la amígdala, que puede perdurar durante horas (o incluso días) y que mantiene al cerebro emocional hipersensible y predispuesto a que futuras reacciones se produzcan con gran celeridad. Es esta hipersensibilidad difusa la que explica por qué la mayoría de las personas parecen más predispuestas a enfadarse si ya han sido provocadas previamente, del mismo modo que es la que está presente de forma más continuada en los temperamentos iracundos. Además, el estrés también genera una excitación adrenocortical que favorece el descenso del umbral de irritabilidad. Hay días sobrecargados en los que la más nimia tontería puede hacernos montar en cólera, abatirnos en la melancolía, llenarnos de tristeza...

En lenguaje corriente, le decimos la gota que colma el vaso. Sería ingenuo pretender que las cosas se construyen siempre desde cero, como en una tabula rasa, obviando el equipaje que se lleva encima, el camino recorrido, el barro pegado al calzado, las experiencias previas... Aunque no siempre el vaso tiene que estar colmado de rayos y truenos. También hay una visión en positivo. Decía Isaac Newton que si había logrado ver más lejos es porque estaba sentado sobre los hombros de gigantes. Una idea que se remonta, en el siglo XII, a Bernardo de Chartres (su discípulo, Juan de Salisbury, escribió en el Metalogicon: Dicebat Bernardus Carnotensis nos esse quasi nanos, gigantium humeris insidentes, ut possimus plura eis et remotiora videre, non utique proprii visus acumine, aut eminentia corporis, sed quia in altum subvenimur et extollimur magnitudine gigantea; es decir, en esencia: Somos como enanos a los hombros de gigantes. Podemos ver más, y más lejos que ellos, no por alguna distinción física nuestra, sino porque somos levantados por su gran altura) e incluso en el siglo VI al gramático latino Prisciano. Siempre a hombros de gigantes, de los que vivieron detrás de nosotros, antes que nosotros. ¿Quiénes habrían sido, si no, Pablo Picasso, Jonas Salk o Marie Curie?

Quien demuestra que no conoce mucho de gotas que colman vasos y cosas por el estilo (o, al menos, así lo parece) es nuestro ministro de Industria y sus cafés de Starbucks.

4 comentarios:

  1. Curioso y muy interesante. Porque es cierto, todos llegamos a esa gota que colma el vaso en algún momento de nuestras vidas. Y así está el porqué.

    Como un secreto guardado. Es gratificante y hasta apaciguador saberlo.

    Mil besos

    ResponderEliminar
  2. La cosa está creo yo, y que conste que no es nada fácil, en ir echándole un ojo al equipaje de tanto en tanto y sacar lo que realmente no nos es necesario, incluidas un muchillón de cosas que realmente nos empeñamos en guardar y maldita la puñetera falta que nos hacen. Aún así, que el vaso se colme de vez en cuando tampoco es mala cosa, ayuda a limpiar las maletas y nos abre los ojos.
    Gran post :-)

    ResponderEliminar
  3. Me quedo con lo de estar subido a hombros de gigante, es una imagen perfecta.

    Pero imaginarte corriendo con todas las vallas pegadas al cuerpo, sujetándolas con los brazos y sin parar de avanzar...es para :-)

    Venga campeón ;-)

    Jeanne

    ResponderEliminar
  4. Por aquí sigo... te leo siempre aunque últimamente no tengo muchos ánimos para comentar. Esta entrada me encantó. Creé una imagen mental de un montón de gente con la que cada día nos cruzamos llenos de vallas por todo el cuerpo, y aún así siguiendo adelante. Seguro que cada una de esas personas que vemos en el autobús, en el super, por la calle,..., están a punto de topar con la dichosa gota, ¡¡lo malo es si nos pilla en medio!!
    No sé, me estoy enrollando un poco... no todos tenemos la misma capacidad de soportar vallas, y, lo que considero peor, algunos nunca estallamos ni con gota ni sin gota, así no hay manera de liberar... Un beso.

    ResponderEliminar

Sin tu comentario, algo importante le faltaría a este post.

Gracias por mejorarlo :D